jueves, 19 de junio de 2008

La Piuranita


De las mayores satisfacciones dentro de mi inesperada vida entre proyectos mineros, están, definitivamente, degustar las novelescas historias que encuentro en cada pueblo que visito. Digo, si Eduardo Adrianzen, Ximena Ruiz o los noveleros que gustan de plasmar en la pantalla boba historias tan cursis y ridículas como como las de Chacalón y Chapulín, por qué no se adentran en algún pueblito recóndito de la sierra nacional por unos días para alimentar sus libretos?. Les garantizo que tendrían total éxito.

Cada villa serrana guarda en sus panorámicos escenarios pintureritos de reses, valles, montañas y aves, de casitas de techos a media agua, de esquinitas repletas de ancianos enllancados y sentados sobre algún poyo leyendo un periódico viejo, escuchando radio o mirando el horizonte mientras chacchan la milenaria coca, diversidad de historias, tan alegres como dramáticas pero todas singulares, hermosas.

Hace unos días, cansado de esperar en vano la llegada al aeropuerto de Shumba de un amigo trujillano, decidí, con el consentimiento de mi agotado chofer, salir hacia la carretera – el aeropuerto no es más que una franja de asfalto mal afirmado sobre una verde planicie al cual se llegue por un desvió en la vía San Ignacio – Jaén – y tomarnos un reparador vaso de cebada que un gran cartel escrito con tiza nos motivaba. Así lo hicimos y llegamos a la “Piuranita”. En el localcito, provisto de un grupo de viejas sillas de plástico y mesas del mismo material abarrotado de fieles comensales de la choza más famosa de la zona, nos salió a atender una vieja señora de fuerte acento, de piel tostada, gorda y potona como la más reconocida de las tamaleras chinchanas.



“¡A ver, una buena fuente de cecina!” y doña María Salazar, feliz de reconocer en la voz de Johan, mi inefable asistente, a un cobrizo paisano, corre a atendernos pero también contarnos en la más exacta de las síntesis, su historia dentro de la legendaria Shumba y por supuesto, la de su novísimo restaurante. “Yo soy de Catacaos paisita, bienvenido. Estoy aquí porque me case dos veces; que bah, nunca lo hice, solo he convivido con mis dos compromisos. El primero, un ecuatoriano pendejo que se fue con su tramposa, y ahora don Sebastián, un señor mucho mayor que, que aunque viejacho, me ha salido respondón el ‘granputa’, ja, ja”

Doña María es hiperactiva, y mientras relata su historia no deja de hacer algo vinculado a su negocio, ya sea lavar sus negras ollas, pelar las papas que servirán para preparar el menú de ese día o ir limpiando las mesas que sus clientes van dejando: “Yo vine muy chiquilla aquí, me trajo mi madre que buscaba trabajo. Y bueno, encontró uno en una casa de los señores Ríos, una familia muy buena que la trataba como una hija. Yo, en tanto, me ponía a estudiar. Pero cuando acabe la escuela había un negro que me cortejaba y bueno, pues me metió cuentos y yo sonsa, le hice caso. El muy vagazo quería vacunarme y raptarme pero no, yo le dije, ‘carajo si quieres comer tienes que sacarme como las de la ley sino nada’. ¡Y así lo hizo el negrito mire!. Entonces nos asentamos por aquí con un pequeño negocito de abarrotes” Y allí empezó la parte mala en la historia de la negra potona…

“El 'desgraciao' resultó haraganazo y todo el tiempo viajaba para la frontera y me llenaba de hijos. Hasta que un día me dijo ‘voy a traer unas cosas de mi tierra’ y nunca más regresó. Eh, mejor pa mí, apareció mi actual compromiso que me ayudó bastante. Pasaron unos años y una comadre mía se lo encontró al 'desgraciao' por Bagua y le dijo que ‘la María taba muy bien y había encontrado un buen padre para sus retoños’ pero le reclamó que él no visitara a sus hijos; entonces el negro regresó que muy arrepentido el ‘granputa’. !Yo fui claro con él carajo: no quiero cosas usadas, ándate por donde ‘venites’ y no me jodas! Que te mantenga otra cojuda…”, nos exclama casi en la cara la negrita, como asegurándose que la frase llegue hasta el fondo de nuestro pensamiento.



Luego, zarandea su rojo lavador de plástico y arroja el agua espumosa que le sirvió para enjuagar un grupo de platos sucios, antes de proseguir su relato: “Pero, como los hombres cuando se les mete el diablo son tercos el muy pendejo lo convenció a mi hijito mayor y se lo llevó 'pal' Ecuador. Y mire como yo ‘nostaba’ equivocada papito: a los cinco meses ‘mijito’ regresó solito porque dizque su papá lo trataba mal. Era una basura ese mono de mierda”

Han pasado casi dos años desde la última vez que la sesentera doña María Salazar vio al padre sus hijos. Y seis meses desde que el apetito de su numerosa prole la obligaron, como bendición del señor de Huamantanga – de quien se confiesa devota- a instalar esta cabañita de venta de comida que le está sirviendo para soportar la olla y darse ánimos para seguir en la brega diaria apoyada por don Sebastián, el compañero de su vida que encontró entre ese nostálgico escenario pinturerito de reses, valles, montañas y aves. Shumba, tan hermoso y apacible como su añorado Catacaos.