miércoles, 18 de noviembre de 2009

Mi amigo, Walter



El medio día se forja con clima de fiesta dominical en el barrio Santa Edelmira. El sol – casi perdido por estos días en Trujillo - se pone a punto, en tanto, doce tipos con vestimenta diversa y extraordinariamente sucia, corren e insultan en torno a un balón sobre la losa deportiva, ajenos a la mirada de decenas de aficionados que carcajean de sus torpes capacidades futboleras. Metros más allá, unos parroquianos se toman las que deben ser sus últimas cervezas a juzgar por sus movimientos de títere, mientras un heladero de Donofrio parece dudar entre ingresar al recinto o seguir su rumbo, consciente de la improbabilidad que 10 humildes grasientos prefieran un Donito a una Pilsen helada.

Y la música se escucha a alto decibel en el parque 12 de Octubre, costumbre de fin de semana según nos explica la “vieja” mientras sus vivaces ojos negros buscan a don Raúl, el tendero que nos ayudará a tomarle las placas de rigor para este negro de sangre inca y alma de espartano.

La historia de Walter nunca deja de conmoverme. Es, para esas ocasiones en las que la pesadumbre parece ganarme la pulseada, el bálsamo que cura el alma, que carga las baterías de mi espíritu y me motivan a levantar y seguir la jornada.

Era 1999, cuando lo conocí en circunstancias que, valgan verdades, no recuerdo bien pero que agradezco infinitamente. Llegó a la redacción del Satélite, de seguro, similarmente vestido como ahora que abraza a su nieto Eli y lo besa tiernamente: con su buzo azul raído que parece eterno y esas zapatillas Dunlop que nunca se le gastarán pues nunca pisan el suelo y sólo lava cada cuatro meses. Con el cabello desordenado, los ojos saltones y las manos sucias de tanto tirar las ruedas. Sentado sobre esa vieja silla andante hecha de plástico y metal que se resiste a dar el último crujido y ceder a la tecnología. “¿Por qué no te consigues una electrónica oye?, esa ya está vieja como ‘tú’ comprenderas”, le increpo a manera de broma y su risa aflora espontánea.



“Ja, ja, ya ves, tu también compadre”, me complace. El senil apelativo se lo puso Jorge Flores, otro de los ‘chancaditos’ que conoció durante sus terapias de rehabilitación.  “Yo todavía soy chibolo y puedo más que tú, es más, ahorita me bajó de esta cojudez y me pongo a jugar con esos mecánicos que deberían estar chambeando en lugar de dar pena con la pelota”

Clik, clik, clik, suena la Canon del fotógrafo Anderson Casanova, mientras Walter abraza y juega con su nieto. El infante de seis años de edad es, en palabras del propio moreno, una de las razones fundamentales por la que tantas veces, angustiado y deprimido, postergó la que hubiera sido la más estúpida y fatal de sus decisiones. “Ese enano es mi razón de vivir compadre, franco”. "Y pronto vendrá otro que será mujercita, mano, ¿para qué más?"

Ya son casi 20 años desde que una fatal caída de un edificio en construcción le cambió la vida al varias veces considerado el mejor deportista del año en La Libertad. Una megaconstrucción de irrigación en los valles liberteños, un escalamiento sin tomar prevensiones, un mareo, un resbalón y un amanecer en la cama de la clínica de un hospital. Walter nunca volvió a pararse. Semanas después, enfermo y con el cuerpo invadido de de llagas y escaras, su esposa lo abandonó junto a su pequeño hijo, Franco.

Luego, vinieron meses de crueldad insufribles. Hasta que una bendita noche un reportaje televisivo sobre atletas discapacitados supuso un punto de quiebre en su nuevo proceso: decidió dedicarse a la natación. Entonces, vinieron muchas consagraciones, muchos títulos nacionales e internacionales. Y allí, gracias madre, pude estar para ayudarle, sólo un poco, a convertirse en el más grande nadador que Trujillo ha tenido y alimentar una foja de servicios terrenales, la mía, que anda en debe.
Gracias, de corazón, Walter.