lunes, 16 de julio de 2012

Aquel desconocido que quise tanto




Son como figuras amorfas que intentan salirse de un paisaje gris, abstracto. Que se mueven, entremezcladas, y parecen tomar cuerpo y luego vuelven a disolverse, lentamente, con un  fondo de colores  muy tenues y  el bajo eco de una risa cariñosa y permanente.

Son los recuerdos de base tres. Instalados en el tránsito entre la presunción y el raciocinio definitivo. Cuando evocar cuesta pero  sabes que eras muy dichoso, extasiado.
En épocas que vivir solo significaba reír y no había más obligación que terminar el día agotado de tanto disfrutar.

Y allí,  estaba él. Ese foráneo con voz ronca y cabello incipiente.  Jugando conmigo en el callejón de la antigua casa mientras mi madre vigilaba de vez en vez y Giovanna o Manuelito esperaban su turno, ansiosos. Correteándome tantas veces, diciéndome a la carita no recuerdo que mientras sonreía no se por qué y cargándome sobre sus hombros  no sé cuando.   Rascándome la cabecita de viruta quizá para jalarme un piojo o haciendo muecas raras para, probablemente,  complacerme. Sin embargo,  de lo que si estoy seguro, es que éramos muy felices y poco nos importaba de quien se tratara.  

Y allí iniciamos una relación que,  tras su posterior partida a Chimbote y convertirse en padre, se retomó algunos años después y se hizo más estrecha.

 Y no se perderá por que un día de julio, a ese desconocido que quería tanto, el hacedor decidió convocarlo.

Mi hermano, Vitucho.

martes, 10 de julio de 2012

La Panchita



Esta mañana, con no más razones que usar unas chancletas de color oscuro muy parecidas a las que ella usaba – con una singular motita crema sobre los pasadores - para arrastrar sus piecitos, la recordé. Quizá tantas nostalgias desempolvadas en la casa de mi padre por estos días, jugaron también su papel. O, de repente, el  reparar su última morada, la habitación del tercer piso, en mi antigua casa de El Porvenir. Allí, en ese balcón con cara hacia el ex Fundo Palomar  - hoy, la urbanización La Rinconada- donde la encontré y donde la despedí una tarde de octubre cuando, horas antes, los gatitos aullaban y las avecitas trinaban  sobre ese techo cual si anunciaran una noticia inesperada.

Panchita, diminutivo de Francisca María Malca Novoa, de piel blanca con manchitas canela y largo cabello blanquinegro, tenía mucho de mi padre y su único hijo. Podía ser tierna hasta el fanatismo y darme besos sin cesar o recitarme poemas por horas; pero, luego, no se andaba sin remilgos a la hora de recriminarte por el error cometido o la desidia para atenderla. “Chulaca, carijo, tú no puedes ser mi nieta eh, ¡ni peinarme sabes!, ¡y hasta te pusieron mi nombre y no se por qué!”  iniciaba unas broncas memorables con mi hermana mayor,  Giovanna – y Francisca también, por si acaso.

Otras veces, y con más detalle si la platea estaba llena, evocaba su presunto  pasado noble en la hacienda San Miguel de Pallaques, en Cajamarca, su lar de origen. De cómo vivía en una hermosa y amplia huerta y cabalgaba su brioso caballo mientras impartía órdenes a la servidumbre. De cómo compartía opíparas cenas con la burguesía de esa época y que alguna vez regresaría a reclamar lo suyo con escopeta en la mano. Del cariño que le tenía a su querido ‘Chulaco’. Aquel que nunca la abandonó ni en sus momentos más difíciles y la llevó consigo a cada lugar donde su destino empujaba. Ese pedacito de su corazón a quien, también, vaya ironías, despedí una tarde, y en el mismo lugar, 25 años después, cuando me andaba buscando para decirme que me quería mucho y darme un tierno abrazo. 
Tan igual cual hacía frecuentemente la Panchita: “que inteligente que eres, mi cabezoncito”, y luego me cargaba sobre sus piernas.


sábado, 7 de julio de 2012

En el día del maestro


Y allí va la tía Lolita
Con esa belleza limpia y mirada transparente, con ese garbo inconfundible y disciplina que partían desde su alma y se forjaron sobre una familia honesta como muy unida.
Ella fue docente en una escuelita fiscal de Buenos Aires, y mi primera maestra. La que me corregía tiernamente y premiaba mis aciertos con dulces Ambrosoli.
Eres el más bonito y noble de mis sobrinos, fue su último mensaje, una noche de setiembre en que el Olimpo abrió sus puertas y recuerdo tan nítido como las algarabías de mis hermanos cada vez que llegaba a visitarnos.
“Toma tus alimentos siempre a la hora y haz deporte, para crecer fuerte y sano, y no te quedes como un enano”, me cantaba, reclinada y al oído, asegurándose que lo disfrutara cual juego de pelota.
Y todavía la veo cuando la nostalgia infante, como en esta noche de insomnio y cigarras trinando, me aborda. Con esa belleza limpia, con ese garbo inconfundible y mirada transparente.
La tía Lolita.