martes, 10 de julio de 2012

La Panchita



Esta mañana, con no más razones que usar unas chancletas de color oscuro muy parecidas a las que ella usaba – con una singular motita crema sobre los pasadores - para arrastrar sus piecitos, la recordé. Quizá tantas nostalgias desempolvadas en la casa de mi padre por estos días, jugaron también su papel. O, de repente, el  reparar su última morada, la habitación del tercer piso, en mi antigua casa de El Porvenir. Allí, en ese balcón con cara hacia el ex Fundo Palomar  - hoy, la urbanización La Rinconada- donde la encontré y donde la despedí una tarde de octubre cuando, horas antes, los gatitos aullaban y las avecitas trinaban  sobre ese techo cual si anunciaran una noticia inesperada.

Panchita, diminutivo de Francisca María Malca Novoa, de piel blanca con manchitas canela y largo cabello blanquinegro, tenía mucho de mi padre y su único hijo. Podía ser tierna hasta el fanatismo y darme besos sin cesar o recitarme poemas por horas; pero, luego, no se andaba sin remilgos a la hora de recriminarte por el error cometido o la desidia para atenderla. “Chulaca, carijo, tú no puedes ser mi nieta eh, ¡ni peinarme sabes!, ¡y hasta te pusieron mi nombre y no se por qué!”  iniciaba unas broncas memorables con mi hermana mayor,  Giovanna – y Francisca también, por si acaso.

Otras veces, y con más detalle si la platea estaba llena, evocaba su presunto  pasado noble en la hacienda San Miguel de Pallaques, en Cajamarca, su lar de origen. De cómo vivía en una hermosa y amplia huerta y cabalgaba su brioso caballo mientras impartía órdenes a la servidumbre. De cómo compartía opíparas cenas con la burguesía de esa época y que alguna vez regresaría a reclamar lo suyo con escopeta en la mano. Del cariño que le tenía a su querido ‘Chulaco’. Aquel que nunca la abandonó ni en sus momentos más difíciles y la llevó consigo a cada lugar donde su destino empujaba. Ese pedacito de su corazón a quien, también, vaya ironías, despedí una tarde, y en el mismo lugar, 25 años después, cuando me andaba buscando para decirme que me quería mucho y darme un tierno abrazo. 
Tan igual cual hacía frecuentemente la Panchita: “que inteligente que eres, mi cabezoncito”, y luego me cargaba sobre sus piernas.


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