Esta mañana, con no más razones que usar
unas chancletas de color oscuro muy parecidas a las que ella usaba – con una singular motita
crema sobre los pasadores - para arrastrar sus piecitos, la recordé. Quizá
tantas nostalgias desempolvadas en la casa de mi padre por estos días, jugaron
también su papel. O, de repente, el reparar su última morada, la habitación del
tercer piso, en mi antigua casa de El Porvenir. Allí, en ese balcón con cara
hacia el ex Fundo Palomar - hoy, la
urbanización La Rinconada- donde la encontré y donde la despedí una tarde de octubre
cuando, horas antes, los gatitos aullaban y las avecitas trinaban sobre ese techo cual si anunciaran una noticia
inesperada.
Panchita, diminutivo de Francisca María
Malca Novoa, de piel blanca con manchitas canela y largo cabello blanquinegro, tenía
mucho de mi padre y su único hijo. Podía ser tierna hasta el fanatismo y darme
besos sin cesar o recitarme poemas por horas; pero, luego, no se andaba sin
remilgos a la hora de recriminarte por el error cometido o la desidia para
atenderla. “Chulaca, carijo, tú no puedes ser mi nieta eh, ¡ni peinarme sabes!,
¡y hasta te pusieron mi nombre y no se por qué!” iniciaba unas broncas memorables con mi
hermana mayor, Giovanna – y Francisca
también, por si acaso.
Otras veces, y con más detalle si la platea
estaba llena, evocaba su presunto pasado
noble en la hacienda San Miguel de Pallaques, en Cajamarca, su lar de origen.
De cómo vivía en una hermosa y amplia huerta y cabalgaba su brioso caballo
mientras impartía órdenes a la servidumbre. De cómo compartía opíparas cenas
con la burguesía de esa época y que alguna vez regresaría a reclamar lo suyo
con escopeta en la mano. Del cariño que le tenía a su querido ‘Chulaco’. Aquel
que nunca la abandonó ni en sus momentos más difíciles y la llevó consigo a
cada lugar donde su destino empujaba. Ese pedacito de su corazón a quien,
también, vaya ironías, despedí una tarde, y en el mismo lugar, 25 años después,
cuando me andaba buscando para decirme que me quería mucho y darme un tierno
abrazo.
Tan igual cual hacía frecuentemente la Panchita: “que inteligente que eres, mi
cabezoncito”, y luego me cargaba sobre sus piernas.
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