jueves, 19 de marzo de 2009

Pallaquerita y pobreza



Anita tiene siete años y vive en una humilde chocita del poblado de Ongón, en Pataz. A su corta edad no conoce más entretenimiento que el trabajo diario que su padre le exige realizar cada mañana, su única forma de subsistencia. Picar, golpear y rebuscar, hasta casi sumergirse entre piedras y barro, es común para la pequeña llampera, ex estudiante de una escuela fiscal que abandonó por falta de tiempo para asistir a clases y el apoyo que requería su progenitor.

Hortencio, un maduro cholo de grueso acento, se inició laboralmente como dedicado campesino pero, cansado de ganar miserías y ver centenares de fóraneos que, según su óptica, se “llenan de plata en mi tierra sin dejar nada para el pueblo” decidió adentrarse en una nueva ocupación y hoy, imita a decenas de pallaqueros asentados al pie de las profundas bocaminas que, cual hormigas, se ven alineadas en las faldas del cerro Quiripuzco. Todos, humildes nativos ansiosos esperando las salidas de los burros o plataformas de madera vaceadoras de desechos altamente contaminantes pero portadores del preciado oro en milimétricas pepas o cañachos.

Así, para Yarita y su padre no hay peor condena que la llegada de las grandes corporaciones mineras a su zona: equivocadamente, asumen que les roban, que les quitan la poca riqueza natural que poseen y que son totalmente indiferentes a sus necesidades básicas.

Y es que “un puentecito, una veredita, una canchita de fulbito no alcanza para solucionar mis problemas; esos se llevan millones y nosotros seguimos muriéndonos de hambre; a mí el papel y las palabras no me mejoran nada”, exclamaría, probablemente, el amargado jefe de familia. Pensamiento casi popular en esa comuna inhóspita, sumergida en las entrañas de la sierra liberteña y donde el 98.7 pobladores viven en situación de extrema pobreza según el increíble como lacerante reporte del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).

Y el problema se agudiza si a la incapacidad de generar proyectos de inversión social por parte de sus autoridades políticas le adicionamos la carencia de efectivos canales de información entre esas –tácitos fiscales de la explotación minera- y los pobladores, o peor aún, la todavía inconsolidada relación entre empresas y comunidades plasmada en más de 140 conflictos vigentes en diversos puntos del país.

Quizá la razón le asista al amargado Hortencio teniendo en cuenta que los ingresos económicos regionales por ese rubro son extraordinarios y no se tangilibizan en obras de impacto social, en tanto los índices de salud, educación y nutrición son cada vez peores. Y eso ocurre justamente en Pataz, la tierra del oro. ¿Hasta cuándo? podría preguntar Yarita mientras se lleva a la boca un pedazo de camote que su madre dejó sobre el plato. No lo sé pequeña, pero cuando esta realidad cese, ojalá no sea tarde para ti y tu comunidad. Dios no lo permita.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Juancito, el albañil



Varias tardes atrás, mientras almorzaba plácidamente en el restaurante de mi hermano mayor, lo divisé. A lo lejos, esforzando la vista, observé como con evidente esfuerzo, cual pugna entre su débil brazo y un necio martillo, intentaba romper un pequeño bloque de mayólica sobre el piso rojizo en el salón de actos del Club Libertad. “Hola señor, me llamo Juan Aguilar”

El huesudo albañil llevaba ya tres días intentando parchar las bloquetas del Salón Olímpico, antiguo recinto de 300 metros cuadrados rectangulares, vieja sede de las fiestas más pomposas de la rancia aristocracia trujillana y hoy convertido en lugar de todo tipo de eventos desde privados con etiqueta hasta los más populares de dos soles la entrada. Y ni la presión por dejar listo el suelo para la tradicional Fiesta del Perol apuraba su meta; parecía que el noble viejo en lugar de reparar, destruía.

Pero ni eso o las advertencias de Manuel – mi hermano mayor- sirvieron. Siempre presto a los arrebatos de altruismo que asaltan mi humanidad, me acerqué y le pedí q me acompañara a casa una vez culminada sus labores en ese recinto. Le expliqué que buscaba un albañil para que me instale un lavadero semiconstruido en la azotea de mi domicilio y por tanto, urgía de sus servicios. “Eh, eso lo hago rápido, pero teníamos que ver como está pé, yo voy mañana con mi ayudante”, respondió el risueño obrero mientras degustaba el humeante plato de sopa que tenía delante suyo y lanzaba su mirada, como quien da una orden, a Jhon, su joven sobrino y asistente, quien también se había sentado en la mesa del comedor que compartía junto a mi padre.

Me citó a la 1 p.m. del día siguiente. Y allí empezó el martirio…
Hoy, tres semanas después, en el proceso de implementación de la azotea de mi domicilio – instalación del lavatorio, enlucido del cuarto de servicio y pintado de todo ese recinto- he conocido toda su historia pero muy poco del buen trabajo que dice siempre ha sabido realizar.

Juancito Aguilar nació en Hualgoy, un escondido caserío de Otuzco, y no tiene primaria completa. A los seis años perdió a sus padres y debió buscárselas solo, en la ciudad de la Virgen de la Puerta. Allí trabajó desde pequeño en la comisaría del distrito como ayudante de limpieza hasta los 17 años, cuando decidió emigrar a la selva, enamorado y buscando mejorar sus flacos ingresos.

A los 35, ya con un hijo a cuestas, decidió cambiar de aires y se vino a Trujillo, donde trabajó hasta de vigilante y repartidor de periódicos. Hasta que hace 10 años, cuando la Tuberculosis se llevó a su querida esposa y ya no le aceptaban trabajar enplanillado debido a su avanzada edad, decidió independizarse y trabajar por su cuenta. Ahora vive con John en una humilde covacha del Pueblo Joven Pesqueda, a 15 minutos de Trujillo y su única hija, Silvia, vende sacos en el mercado Santo Dominguito, a pocas cuadras la casa que habita junto a su esposo e hijo.

Quizá sus casi setenta años y la debilidad de sus brazos conspiran contra sus buenas intenciones y por eso Juan coloca hileras de mayólicas como rastro de culebra y cuando pinta una pared es el piso el que cambia de color así que no goza de muchas oportunidades de trabajo pese a su inquebrantable fe. Esta es nacida de su leal asistencia a la congregación religiosa de los Testigos de Jehová, la cual conoció hace cinco años, cuando la nostalgia y el alcohol ya lo derrumbaban.

“Por esa época yo tomaba mucho don Oswaldo; lo que ganaba rápido lo gastaba con los amigos y no era bueno, esos aparecen cuando tienes plata nomás; felizmente unos 'hermanos' me llevaron a la Iglesia y ahora he cambiado y estoy tranquilo, quizá no tenga mucho pero vivo normal y se que Dios nunca me va a fallar”, me dice con una seguridad que asombra, mientras nos tomamos un vaso de Inka Kola en doña María, el esquelético restaurante que alimenta a todos los obreros laborantes en la urbanización El Golf.

Sí, lo sé Juancito, y admiro tu convicción, pero a mí si me estás fallando y no tengo los poderes del Hacedor para mejorar mágicamente tus acabados ni el dinero de Bill Gates para contratar otro obrero...