El instituto Ghestalt de Lima, según un estudio que publicó recientemente, asegura que es diciembre el mes en que más depresiones y suicidios se generan. Y dentro de las razones que esgrime hay una que, considera, tiene mayor peso: las fiestas navideñas.
Pero el análisis – esto si que me preocupa- además no dista, en sus conclusiones, de muchos otros que en diversas partes del mundo se han hecho del mismo fenómeno. Osea, que la gente que sufre de esa vaina que llamamos depresión – yo no, felizzzzzmente- , tiende a agudizar ese mal sentimiento cuando, caminando por las calles de una ciudad cada vez más tugurizada, ve tanta gente contenta, ventanas coloridas, árboles adornados de bolitas rojas y nieve y un gordo barbón vestido de rojo que ríe cachacientamente y cual disco rayado jo,jo, jo, mientras una música que alude a pastores de ovejas que viajan Belén a ver a un niño de nombre Jesús suena intensa y te llega hasta tu órgano más íntimo.
Y bueno, siempre me he preguntado porque me pongo triste en estas épocas y creo, ahora que leí ese informe, me acerque a la respuesta. El consuelo, si se puede llamar así, es que no somos pocos a quienes nos sucede, pero si son muchas otras las razones que van más allá de sufrir de ciertos ataques de nostalgia. Esta es la tesis de un tipo que pretende ser versado y culto y muere en el intento: siendo navidad la época que mayores felicidades concentra y en el pensamiento colectivo así se asume, aquellos – que son un montón- que han sufrido serias decepciones siempre las recordarán con mayor intensidad cuando llega la fecha más importante del vasto mundo católico y todo parece bonito. Osea, se juntan los polos opuestos, el momento de mayor dolor al de mayor felicidad. Y ojo, que hay un psicólogo que apoya mi teoría. Lo malo es que no recuerdo su nombre.
Que bueno que ya es 1 de enero…
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