Hace varias noches, sentado en una banca de la plaza de armas a la luz de la luna, observaba el ansioso estar de un anciano a pocos metros. El longevo, chompa celeste de lana y cabello ralo, zapatos negros y pantalón del mismo color, estaba visiblemente preocupado, angustiado. Miraba el cielo y el suelo, se cogía la cabeza y repentinamente cambiaba de posición sobre la meseta de mármol. Yo, inquieto y tantas veces insoportablemente sensible, no podía evitar apenarme por su actitud, sentado a pocos metros.
“Vengo a reflexionar, a buscar paz, quizá leer o admirar este contexto tan quieto y dulce a la vez de la plaza mayor; pero otros, quieren expulsar sus angustias al pie de la estatua de La Libertad; como aquel señor, pobre, que problemas tendrá” le decía a mi compañera, como buscando en ella ese estímulo que necesitaba para ir en búsqueda del preocupado viejo. Así pasaba el momento, comentando la presumible mala suerte de aquel sexagenario, lamentando como la pobreza puede doler más en un medio de creciente derroche como es ahora Trujillo. Donde los grandes centros comerciales se tugurizan de gente que casi se arrebata la ropa, la delincuencia ya es casi habitual y se siguen inaugurando megamercados mientras cada vez hay más indigentes y en Ongón el 99.7 de habitantes son extremadamente pobres.
Hasta que intempestivamente, como rompiendo la calma de la fría noche, una voz quebrantada viró mi atención. Una joven de aspecto acabado, sucia pero sobretodo muy llorosa me suplicaba por unas monedas que le permitieran calmar su apetito. Calzaba unas viejas sandalias que eran casi tapadas por la basta roída de su pantalón azul, se frotaba la pierna derecha y derramba saliva mientras hablaba. Tenía la dentadura incompleta y rengueaba. A esas alturas la imagen del anciano ya me había doblado el corazón y me sentía empujado a obrar con mayor solidaridad que la de entregar unas monedas a un angustiada menesterosa.
“Si tienes hambre pues ya somos dos; vamos, te invito a comer un buen caldo de gallina”, le dije. Y conocí su sonrisa. La primera de muchas que luego me ha dado Rosmery. Tiene 33 años y vaga por las calles desde los 28, cuando un mal tipo le arrebató a su último hijo de cuatro meses. Los otros dos, mujeres, viven con sus respectivos padres. Su cojera se debe a una poliomelitis adquirida en su infancia. No tiene casa propia y tampoco se atreve a acudir a donde habitan sus hermanas pues se siente marginada, rechazada.
Por eso, duerme cada noche dentro del salón de cajeros automáticos de un banco local, en la calle Pizarro. “Esa es mi casa, mi habitación y hasta mi comedor”, me explicó en una de sus primeras confesiones. Luego, semanas de por medio y ya convertida en una amiga casi frecuente, ha lamentado cruzarse con tipos de mal vivir, doblegada por su nostalgia de cariño y cobijo. “Me utilizaron, me embarazaron y hoy ni siquiera me dejan ver a mis hijas; por eso vivo así joven Oswaldo; no piense mal de mí por favor”
En absoluto Rosmery. Dios es quien sentencia, no yo. Hasta debería agradecerte: tu presencia me permite reivindicarme, ganar dignidad. Y la bicicleta la compraste tú, eso debe saber tu hijita la cumpleañera, no que lo hizo un tipo que camina errante buscando su papel en esta agitada tierra.
¿Y aquel señor que veía tan angustiado aquella noche que te encontré en la plaza de armas?, ¿quién era? No lo sé joven Oswaldo, debe ser uno de esos loquitos como yo que camina sin rumbo...