El otoño te puede parecer romántico hasta que te ves aquí, tratando de barrer las puñeteras hojas que se quedan pegadas al suelo como calcomanías en cuanto caen dos gotas”. Así me desmontó una barrendera el encanto de la estación más literaria, cuando una madrugada de hace cinco años la acompañé en su tarea diaria de dejar como una patena el paseo de María Cristina.
No es que antes no hubiera reparado en el trabajo de los basureros, no, siempre me ha gustado observar otras vidas, como una posibilidad real de lo que uno podía haber sido, pero es cierto que caminar durante horas con una pareja de barrenderas y escuchar la idea que del comportamiento humano tiene quien se dedica a limpiar la mierda que, sin remordimiento, vamos dejando a nuestro paso, me hizo entender la verdadera naturaleza urbana. Los barrenderos renuevan la ciudad a diario para que unos la pisen con respeto y otros la degraden o la desprecien. “Mala gente que camina y va apestando la tierra”, los versos de Machado se podrían aplicar a la guarrería humana en su aspecto más literal.
Es posible que quien no recoge la caca del perro tenga su casa reluciente, que quien tira el condón usado por la ventanilla del coche no lo dejara en el suelo de su habitación o quien deja un casco de botella en un banco jamás lo hiciera en su sofá. Madrid ha vivido en estos días agitada por demasiados acontecimientos. En un sola tarde, el Orgullo Gay y el partido del Mundial transformaron la ciudad en un escenario carnavalesco. Madrid, tan cimarrona, tan mundana, lo soporta y lo potencia, ahora, me preguntaba yo, ¿es necesario que cada manifestante lleve detrás a un pobre barrendero? ¿No sería más económico que cada uno, en esas circunstancias, sacara el barrendero que todos deberíamos llevar dentro y no llenara las calles de porquería? ¿No somos tan solidarios?
Elvira Lindo. Diario El País. España.
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