Hace tres meses vendí mi auto. El primero que tuve. Un
hiunday color amarillo que durante seis años me fue tan leal a veces como puñalero
en otras. Y ahora, gastado ese fresco tiempo de no depender de una máquina
motorizada propia, reconozco con resignación que vuelvo a requerir esos
servicios, de esa necesidad de meter el cambio y decidir tu mismo. Y estoy en
la búsqueda del que lo reemplace al de ocho cilindros. Nuevo o no tanto. Y de no más de
35 maracas, como diría mi sobrino.
Sin embargo, entre consultas a concesionarias e indagaciones
por internet, todavía hago uso del servicio urbano. Y, debo admitirlo, siento más de cerca lo que
significa internarte en esa jungla de taxistas desalmados, combis asesinas,
tombos coimeros, choferes cavernícolas y transeúntes osados sobre cemento
maltrecho. Infernal, insufrible. Entonces, las dudas me asaltan como hienas hacia la
presa descuidada.
Y me pregunto, mientras escucho al piloto mentarle la madre a
altos decibeles al colectivero que se pasa la luz roja, ¿cómo miércoles haré
para volver a la competencia maldita y continuar con vida? O, más aún, ¿cómo
pude soportar tanto?, reflexiono. ¿O es que, acaso, ya me resigné?, o, quizá,
algo peor: ¿tantos años que ya me mimetizo, me mezclo fácilmente, soy uno más de la ‘batería’ o
me convierto cual Jekyl a hora nocturna cada vez que piso el acelerador hasta
sentir natural el averno del parque automotor trujillano y perucho?
Carajo, si no seré hombre lobo. Mejor me bajo y sigo
caminando.
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