
“Lo que pasa que mi hermanito busca la mujer perfecta: alta, hermosa figura, muy inteligente, triunfadora y reservada… eh, no sabe que esas chicas ya no existen…” explicaba mi hermana a la corta audiencia familiar el pasado 27 de diciembre, justo el día de mi cumpleaños. Jorge, uno de los primos, había tenido la inoportunidad de preguntar si algún día me casaría y así que Giovanna encontró el escenario ideal para montar su escena metiche: “… dicen que ahora estas con una doctora eh… pero que es un poco bajita no?, lo importante es que sea buena chica… pero no te apures a casarte, tranquilo nomás…”
Para esa fecha tenía a alguien a mi lado, pero, como en la gran mayoría de casos, no duró mucho. Y como en todos los casos, fui el que propició la ruptura. Y como en todas las veces, porque llegado en un momento se desvaneció mi ilusión, porque sentí que ya no amaba. Entonces, es ahora que me doy cuenta que probablemente, sea la soledad mi mejor compañera, que es ella la única amoldable a mis cambiantes estados de ánimo, mis dudas constantes e intermitencias pasionales. Que mi amar es como el tren de madrugada en Ollantaytambo: pasajero, inconstante.
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