La grama, verde encendida, le ha ganado terreno a lo pétreo y negro, mientras la naturaleza le nutre desde los cielos con jugos transparentes. De a pocos, la cubre y abraza a pesar de su férrea materia. Se mete entre sus líneas y rendijas hasta llegar a las entrañas como el agua que uno toma.
Me miro en ese panorama, cuadrado de adobe y madera de cuatro centurias y un olor a historia agrícola, mientras acompaño a Cristhian, el catequista del paraje cajabambino que hoy me da estacionamiento. El verde es mi esperanza. La piedra, mi desconfianza.
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