jueves, 6 de marzo de 2008

El heladero de Lucma


Es medio día en el silente Chuquillanqui. El sol cae abrazador, terrible, impío para un foráneo desacostumbrado. Mientras tanto, los nativos empiezan a llegar al local comunal del  caserío para dar comienzo a la reunión de cada mes, consentida para acuerdos importantes en la marcha de esta villa de 500 pobladores. Algunos agrupados y conversando, otros junto a sus hijos, uno que otro en solitario y hasta las madres deben cargar a sus criaturas y soportar el esfuerzo, sabedoras de que la cita mensual es obligatoria y quien se ausente la pueda pasar mal dadas las normas establecidas en la "Sandalia de oro" (significado quechua de Chuquillanqui) y los ronderos que la norman.

Y el sol que no cede un milímetro y hace urgente mojarse el rostro o la cabeza en el hilo de agua que atraviesa el pueblo y viene del río Chicama. Y los animales que se tiran bajo los árboles buscando una sombra piadosa o las aves que buscan ojos de agua sobre el seco terreno.
De repente, a lo lejos se empieza a escuchar el débil silbido de una corneta. Cual flautista de Hamelín adormeciendo y aliviando esta plaga no de roedores pero igual de abrumadora, insoportable, que se te pegotea la piel y moja hasta los calzoncillos. Y la gente sonríe cada vez en tanto el rítimico sonido aumenta, poco a poco. Es la evidencia del paso cansado de don Venancio Reyes. El viejo con su gorrita naranja y cajita de aluminio al hombro.

Entonces, la reunión dispersa, se desordena, para abrir paso al marchante longevo convertido  en inesperado protagonista, en singular aclamado dentro de un grupo ajeno al elogio. Y es que el viejo Venancio trae consigo lo que resulta una suerte de panacea al infernal calor de cada medio día en esa zona de Gran Chimú: los chupetes de hielo. “Déme dos altoque”, “quiero cuatro don Venancio, toda mi familia está metida en el local comunal”, “ tres chupetes maestro”, se mezclan las voces entre decenas de campesinos que rodean al risueño anciano.
Yo, cauto, “ simplemente quiero uno”, le solicito, una vez que la muchedumbre le ha dado una pausa. “Y de fresa eh”, reitero, lo necesario para ganarme su confianza y prolongar la charla.

“Tengo 71 años y vivo en Trujillo pero conozco estas tierras mejor que mi casa; todas las semanas vengo y me quedo cuatro o cinco días vendiendo mis chupetes. Y no me quejo, la venta es buena por eso viajo desde Florencia de Mora porque allá hay mucha competencia”, me asegura. Y el marcianero de surcado rostro y manos agrietadas no anda lejos de la verdad: en estas tierras lo conocen hace más de 20 años cuando, cajita al hombro y corneta soplando, empezó a recorrer los 16 caseríos ubicados en el distrito de Lucma, en lo alto de la provincia de Gran Chimú. Su periplo se inicia cada lunes a las 5 a.m. cuando sube al bus de Transp. Kurrungo - en el distrito La Esperanza- que lo llevará, vía Cascas, hasta el caserío Nueve de Octubre. Desde allí inicia largas caminatas por Chuquilllanqui, Alcantarilla, Punguchique, Baños Chimú, San Felipe, Simbrón, Jolluco y varias villas más hasta llegar al día jueves, hora del retorno a su casa y la obligada recarga de productos.

“A veces se me ´aguantan´ unos (chupetes) y me quedo hasta el viernes. La cosa es que nunca regreso hasta venderlo todo. Felizmente, cada miércoles el Kurrrungo me trae un lote de 400 unidades que me sirven para nuevamente llenar el cuadrado”, explica el natural de Huamachuco y padre de cinco hijos. Todos “profesionales exitosos; el mayor es abogado y trabaja en la Corte Suprema, la menor también es abogada y tiene su propia oficina y casa y carro; pero a mí no me gusta ser un mantenido, me gusta vender mis chupetes y tener mi 'platita' pá vivir tranquilo con mi ´vieja´, mi querida esposa Juana”, exclama, como asegurándose que lo vamos a escuchar mientras se limpia la vieja y raída camisa celeste y ajusta las descuartizadas zapatillas de lona, prueba inequívoca de una pobreza que - y este es el enorme mérito del ejemplar heladero lucmino- nunca le ganará la batalla por una vivencia digna. Por supuesto que no, don Venancio. Y véndame otro 'marciano' que ni calato aguanto este calor...

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