Son como figuras amorfas que intentan salirse de un paisaje
gris, abstracto. Que se mueven, entremezcladas, y parecen tomar cuerpo y luego
vuelven a disolverse, lentamente, con un
fondo de colores muy tenues
y el bajo eco de una risa cariñosa y
permanente.
Son los recuerdos de base tres. Instalados en el tránsito
entre la presunción y el raciocinio definitivo. Cuando evocar cuesta pero sabes que eras muy dichoso, extasiado.
En épocas que vivir solo significaba reír y no había más
obligación que terminar el día agotado de tanto disfrutar.
Y allí, estaba él.
Ese foráneo con voz ronca y cabello incipiente. Jugando conmigo en el callejón de la antigua
casa mientras mi madre vigilaba de vez en vez y Giovanna o Manuelito esperaban
su turno, ansiosos. Correteándome tantas veces, diciéndome a la carita no
recuerdo que mientras sonreía no se por qué y cargándome sobre sus hombros no sé cuando. Rascándome la cabecita de viruta quizá para
jalarme un piojo o haciendo muecas raras para, probablemente, complacerme. Sin embargo, de lo que si estoy seguro, es que éramos muy felices
y poco nos importaba de quien se tratara.
Y allí iniciamos una relación que, tras su posterior partida a Chimbote y
convertirse en padre, se retomó algunos años después y se hizo más estrecha.
Y no se perderá por
que un día de julio, a ese desconocido que quería tanto, el hacedor decidió
convocarlo.
Mi hermano, Vitucho.