sábado, 5 de marzo de 2011

Gracias...


Hoy, que la  decepción me gobierna, apareces tú querida madrecita. Tú con ese aliento inquebrantable que me recoge y levanta... que me alcanza la mano última, el lazo agónico, para salvarme del foso. Nada, nada, puede plasmar mis sentimientos hacia ti, viejita linda. Ni siquiera estas líneas, que, hoy, quiero recordar...

Gracias por cada noche que, luego de tus labores como farmacéutica y retando a tu cansancio, te esforzabas por enseñarme las lecciones escolares.
Gracias por las reuniones anuales en la Juguería San Agustín cada fin de año que te entregaba un diploma de aprovechamiento en mi escuela.
Gracias por esa abnegada dedicación por los enfermos que cada día y a cada hora asistían a tu consultorio.
Gracias por preparar esas ricas tortas de harina en épocas de escasez de pan.
Gracias por levantarnos cada mañana y prepararnos para asistir a la escuela.
Gracias por correr despavorida hacia el cuarto que ocupaba junto a mi hermano cada vez que ocurría un temblor y abrazarnos para protegernos.
Gracias por comprarme mis primeros zapatos de fútbol, una noche que rompí en llanto por no tenerlos.
Gracias por ese espíritu extraordinariamente altruista a favor de los que no tenían, por obsequiarles las medicinas cuando sabías que el dinero no les alcanzaba.
Gracias por soportar el dolor y reír cada vez que te apretaba la nariz en son de cariño.
Gracias por promover el respeto y cariño hacia mis hermanos de padre.
Gracias por defendernos aquella noche que asaltaron la farmacia y nos apuntaron con una pistola.
Gracias por tus exquisita “Gallina entomatada”, el único plato que sabias preparar los domingos.
Gracias por mi bicicleta “Goliat”.
Gracias por soportar mis depresiones y rabietas.
Gracias por entenderme.
Gracias por estar siempre a mi lado…

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