Hace unos años, hubo alguien a quien quise con el alma. No lamento nada de lo que pasé junto a ella. Hubo demasiados momentos hermosos como para caer en dramas.
Sin embargo, pasado un lustro, los recuerdos de ciertas malas actitudes me vienen como un golpe seco al rostro. Como esa salda de cuentas que a todos, en algún momento, nos viene. Y envueltas, que es lo paradojico, en las propias actitudes que tú, con tus despropósitos de veinteañero retrasado, propiciaste.
Eran épocas en que, sopenco, estancado en la adolescencia a causa de la pérdida de mi madre, los desafectos de mi padre y la falta de cariño (es mi tesis), me portaba como un irresponsable, terriblemente inmaduro.
Y no soportaba ningun error por más mínimo que fuese. Niño. Intolerante. Y quería imponer, camufladamente, mis decisiones al menos que las de ella me resultarán convenientes para mi. Chiquillo. O frustraba citas, diálogos o reuniones con justificaciones absurdas como jugar fútbol, ver una película, quedarme dormido. Infante. Me gustaba, incluso, demostrar falsa indiferencia, un desinterés que no sentía pero, bruto, mi espíritu pedía ante alguien que sólo sabía darme cobijo y respeto.
Ni sus pedidos de reflexión y reacción me hacían replantear, en algunos casos. En varios, su cariño incombustible sí tenía frutos. Igual, al margen de tantos y tantos momentos celestiales, en cierta época, fui muy torpe.
Hoy, lo recuerdo clarito, nítido.
Y es que lo que se hace, se paga.
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