“Juras ante Dios y la iglesia, Hugo, renovar los votos que asumistes hace 50 años junto a Julia, tu querida y fiel esposa”. “Sí padre” La voz del sacerdote y del feliz esposo ocupaban todo el recinto, se escuchaban nítidos como tañidos de campana en una noche silente. Sólo interrumpidas cuando la multitud rompió en aplausos sonoros y prolongados al tiempo que los nerviosos conyuges se daban un afectuoso beso rodeados de sus orgullosos hijos, sonrientes nietos y un par de inquietos fotógrafos que cual una ráfaga de luces daban proceso a los flashes de sus antiguas cámaras color negro.
Yo, en tanto, mudo testigo del evento, sólo miraba nostálgico la extraordinaria escena. Emocionado, ni atinaba a seguir el aplauso de las decenas de asistentes. En ese momento se me cruzaron como rayos rompiendo un cielo limpio los recuerdos de mis padres, siempre juntos, riendo y abrazándome, dando pleitesía al más pequeño de la familia. Sueños de cuando ella me enseñaba Matemática al amparo de su enorme talento y una velita intermitente o él, cuando retaba la capacidad de carga y la amortiguación de su auto sólo por darme el placer de llevar a todos mis amigos del barrio a jugar fútbol al Complejo Chicago, en las afueras de Trujillo.
Ya son 13 años los que se separaron, trece años de cuando preparaban sus Bodas de Plata. Como los dignos Juárez Amaya, como Hugo y Julia, hace unos días en la catedral de Trujillo.
Esto me ocurrió el último domingo, cuando se me dio por ingresar al centro religioso mientras esperaba una reunión. Hoy lo quise escribir. Un abrazo inmenso en las alturas mi querida madre. Gracias por tu ejemplo.
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