Un año, quizá dos. Raída camisetita color crema, desteñido pantaloncito azul, zapatitos de cuero negripelados. Todos sobre un cuerpecito frágil, arrulado por un pecho amplio y cálido en una mañana fría.
Luisito tiene la mirada inquieta hacia una misma imagen: el grupo de extraños que recién habíamos llegado a su “hogar”. Mientras abraza a su madre recibe los afectos de dos jovencitas que, a juzgar por el desbordante cariño que le profesan, probablemente identifiquen en él a sus hijos no vistos, quizá muy lejanos, quizá abandonados hasta que sus madres alcen el vuelo… de la libertad.
Visitar el penal de mujeres de Trujillo me resultó sobrecogedor. Mayor a las expectativas que tenía de un recinto que no conocía. Y es que supuse escenas difíciles pero no al punto de encontrar bebes y niños compartiendo celdas sin haber cometido fechoría alguna. Como Luisito, quien debe su presencia a que, un delincuente que roba para drogarse mientras divaga en una esquina de Los Barracones del Callo, nunca lo ha querido conocer. Su padre.
Su progenitora en tanto, a la sazón treintañera, ha intentado paliar las urgencias de alimento para su tercer hijo bajo el peor de los métodos: el robo. Así que, hoy, lleva ya un año bajo la "sombra" - un deprimente cuarto de 4 x 3, fria cama de madera, dos sillas y un cuadro de de Sarita Colonia- y a la espera de sentencia.
“Gracias por venir señores periodistas… aquí tenemos muchas necesidades y son pocas las personas que nos apoyan… muchas gracias por esta donación de leche y vengan cuando quieran”… es la voz muy formal de la mayor del grupo. Otra, la más chicharachera, nos lanza la sorna, ya en la retirada: “a ver si esos papitos vienen más seguido, están como un buen pollo a la brasa” y casi en simultáneo, todos carcajean. En cambio, sólo sonrío. Y es que en ese momento sólo pensaba en Alejandra, mi sobrina de dos años, quizá los de Luisito, el pequeño de zapatitos de cuero negripelados…
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