domingo, 21 de octubre de 2007

Un reencuentro con Eloy


Caminando por la calle Pizarro, en un centro de Trujillo muy soleado y de muchedumbres sin descanso, lo divisé. Su figura delgada y morena, su andar rengo y la cabecita desproporcionada a su débil cuerpo me resultaron inconfundibles. Se había instalado en la primera cuadra de aquel jirón que funciona como paseo peatonal y, cual felino que marca su territorio, caminaba de ida y vuelta en un tramo de 10 metros, intentando distribuir unos folletos promocionales a los apurados peatones que abordaba sin distingos. Ida y vuelta, ida y vuelta.

Analizandolo, detallándolo a lo lejos, en primera instancia no quise llamar su atención. Pero, que bah, pudieron más mis ansias por saber como estaba tras mucho tiempo sin verlo. Y emprendí el retorno a su punto.

A Eloy Rojas Aguirre lo conocí hace 10 años, cuando daba mis primeros pasos periodísticos en un diario local de cierto prestigio. Su entrenador, César Idrogo, un ex futbolista y reconocido profesor de Educación Física, me había conversado sobre dos atletas especiales de una capacidad tal que se habían titulado campeones nacionales y ganado la representación peruana en el Mundial de Atletas Discapacitados que se disputaría en Dublín, Irlanda. Uno de ellos era Eloy, el otro Carlos Menchola. Uno muy flaco y negrito, el otro, blanco y entrado en carnes; pero ambos muy elocuentes y cálidos. Días después, los cité en el estadio Mansiche y, vestidos con las camisetas de sus clubes preferidos, les hice un reportaje que mereció buenos comentarios ese entonces, pero sobretodo, la alegría sincera de dos jóvenes con enorme talento.

“Hola amigo, ¿cómo estás?”, fue su cariñoso saludo con apretón de manos de por medio y sonrisa desbordante, exagerada. Y es que Eloy no ha perdido esa ternura tan natural en personas con Síndrome de Down y que cautivan al más fiero. Así, fue fácil convencerlo de almorzar juntos en el restaurante Romano, a pocos metros del lugar. Más aún si le encanta la papa a la huancaína acompañada de una gaseosa helada.

Natural de Huarás, donde vive su padre dedicado a la venta de ganado, el hincha de Alianza Lima (¡eso es lo único que no me gusta en él!) nos comentó que ha dejado su humilde casita y colchón de cartón en la urbanización La Noria y hoy vive con los padres franciscanos de la iglesia San Lorenzo. Allí, en el recinto de entre las calles Colón y Ayacucho, tiene una cama acogedora y el afecto que quizá no está acostumbrado a recibir dentro de una sociedad tan superficial e indiferente a personas de su condición. A cambio realiza labores de apoyo como ayudante de cocina, mozo o cualquier chambita eventual en la calle, tal cual lo descubrimos, ese día de verano.

“A `Calalo` (Carlos) ya no lo veo, ni me interesa saber de él, y el atletismo ya lo dejé, ahora me dedico por entero a mi trabajo”, expresó, cuando le preguntamos por su amigo de épocas atléticas y cómplice de las ingenuidades más inverosímiles para 'anormales' como nosotros pero comunes en seres nobles y especiales como ellos. ¿Te acuerdas cuando corría los 200 metros 'Calalo' en un torneo y, por gritarle, tú, desde la tribuna junto a una chica hermosa, él dejó de correr y empezó a mostrarle su musculatura a la niña, eh?, ja, ja.


Charlamos de todo un poco. La pasamos muy bien. Y a mí me sirvió, como siempre espero, de combustible para el alma de un tipo dramaticamente romántico.

En la despedida, nos recordó que su madre, Luisa, vive una quinta cercana a la plaza mayor y siempre lo visita en la iglesia. Y además, confesó que su referido reportaje en las páginas centrales de La Industria,  lo guarda en un baúl con cuatro llaves y por eso me saluda efusivamente cada vez que me ve. "Es que yo no olvido, nunca”. Ok. Eloy. Yo tampoco, nunca. Y gracias por tu ejemplo.

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