sábado, 18 de diciembre de 2010

¿Qué miércoles debe pasar para que nuestras autoridades reaccionen mientras Trujillo se desangra?



En Río de Janeiro, Brasil, hubo una sanguinaria actividad que copa las informaciones policiacas por estos días. La policía carioca, en una medida tan desesperada como terrible, ingresó a las favelas con el fin de aniquilar a los grandes grupos delictivos que allí nacen y se guarecen, al más puro estilo de Ciudad de Nadie (2002), la aclamada y estremecedora película de Fernando Meirelles que plasma la triste realidad de violencia y narcotráfico que puebla esas villas de miseria en el país de Pelé. Son casi tres mil efectivos que, a sangre y fuego – se sumaron más de 50 muertos, decenas de vehículos incendiados y muchos heridos-, arrinconó a cacos de todo nivel mientras el 88 por ciento de fluminenses aprobaba esa dura medida, según encuestas publicadas.

En tanto, miles de kilómetros hacia el oeste, aquí, en nuestra Capital de la Eterna Primavera, la realidad aún no es tan dura pero, y no me cabe la menor duda, pronto está de serlo si es que alguien del pobre buró político que nos dirige no se atreve o tiene la decencia de tomar al toro por las astas.
Cada día asesinatos, cada portada periodística relatando masacres y robos de todo tipo, cada vez más y más violencia y una ciudad que se va convirtiendo en antesala del infierno al tiempo que sus rincones se tornan más inseguros y la sangre sigue saltando a punta de cuchilladas o el impacto de una bala. Se ha llegado al nivel que, – y como advierten muchos reputados psicólogos para entender los límites de inseguridad en una sociedad-, los trujillanos hemos perdido la capacidad de resentirnos ante la violencia. Vale decir, si alguien es asesinado con 13 balazos como hace unos días en El Porvenir, decapitan a una niña en La Esperanza, capturan a un sicario de sólo 15 años alias ‘Gringasho’, o cada hora nos enteramos que asaltan un banco, estafan a una turista o aniquilan a una madre de familia, importa un huevo. Ni siquiera nos inmutamos porque ya resulta tan común como la misa de domingo o el político corrupto.

Y el riesgo toma dimensiones siderales si tenemos autoridades estériles que, cual Pilatos, se lavan las manos o miran al costado mientras en su patio violan a una indefensa mujer llamada Trujillo. Entonces, ¿qué carajo debe pasar para que, mínimamente, cumplan su papel y no maquillen su esfuerzo con alaridos de chuchumeca, reclamos tibios o medidas no integrales?, ¿quizá que una de los muertos resulte familiar directo o hijo de tal o cual alto funcionario?, ¿o acaso más importa la campaña preeleccionaria o asegurarse un puesto en año político? La Ciudad de la Cultura sigue agonizando, señores, y lo hace de abajo hacia arriba, de los conos hacia las grandes urbes, desde los escondrijos inmundos de la periferia barrial hasta las limpias oficinas de impecables señores con autoridad prestada por el pueblo, y, pronto, ya no habría espacio protegido o motivo para no resignarnos a ser la capital de la violencia en este país, cual Ciudad Juárez en México, Tegucigalpa en Honduras, Medellín y Cali en Colombia o la propia Río de Janeiro.

Basta leer cualquier periódico local, ojear la internet, escuchar noticieros o, vaya realidad, caminar por cualquier calle transitada en hora punta y ver el accionar de los arrebatadores de celulares o carteras, para darse cuenta que es una probabilidad inminente.

Reforma total en seguridad es la salida. Y que ello suponga, entre varias decisiones fundamentales, mayor dotación policial, mejor control carcelario, programas en las escuelas y casas superiores, un poder judicial más eficiente, proyectos sociales dirigidos a reducir los niveles de violencia desde familia y comunidades y, claro está, EVIDENTE, TANGIBLE E INMEDIATA VOLUNTAD POLITICA. Ya no sólo declaraciones vacías, desfiles de sensibilización, entrega de patrulleros o infinitas promesas de cambio. Sino, Trujillo se seguirá drogando, continuará asaltando, matando y promoviendo corrupción hasta, una noche de alcohol y arreglos bajo la mesa, morirse a balazos. Y quizá no bastarán diez comandos de aniquilamientos al estilo Espinoza ni operativos como el de Brasil para recuperarlo o aspirar a una comunidad medianamente tranquila y segura.

Oswaldo Rivasplata.
Vespertino Satélite.

sábado, 2 de octubre de 2010

Gordito de polo rojo

Gordito de polo rojo…
Zapatos rotos pero corazón de ángel…
Mirada que hoy se torna de primavera…
Deja atrás la pena del otoño…
Ayudáme, vamos juntos…
Sólo acompáñame que eres el alimento vital…
Mi forma de seguir, mi combustible
Nunca te ausentes que el cielo se tornaría gris…
Zapatos rotos pero corazón de ángel…
Maycol, gordito de polo rojo…

domingo, 26 de septiembre de 2010

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Ariana…

“Eh, yo solo estoy mirando señor, no me gusta mucho el fútbol, pero sólo estoy mirando un ratito”

¿Pero, chiquita, por qué no ingresas al estadio? ¿Por qué miras, escondidita, a todos los niños que juegan eh?, ven, no tengas miedo, esta academia es tuya también y hay muchas pequeñas como tú que practican fútbol, mira allá, al fondo por la izquierda, la que tiene polito azul, ¿la ves?

En este sociedad tan heterogénea y marcadamente disímil, golpearse de bruces con el averno cada momento no es difícil. Resulta como el tablero de ajedrez, que comparte oscuros y claros, alegría y depresión, ricos y muy pobres, extremos, en un solo espacio. De opulencia y estrechez, de abundancia y escasez, tan en New York como Lima, tan como ahora común, en Trujillo. Y así, puedes estar en la “moderna y próspera” Capital de la Cultura con tu Hyundai deportivo comprándote un jean en gigantescas tiendas exclusivas que promueven remates de fin de temporada y, sino en la periferia citadina ya sea Winchanzao , Alto Trujillo o El Milagro, sí 25 minutos yendo derecho por la Panamericana rumbo norte, en Chocope, deprimirte ante una criatura que sufre por un padre alcohólico que la ha abandonado y cuya vivienda se ubica en un barrial con perros sarnosos y ratas pulalando, techos de plástico y bolsas de arroz como paredes…

¿Y con quienes vives Arianita?

“¿Yo?, con mi mamá, vivía con mi papá también pero él mucho toma, pero cuando me lleva a Lima no toma porque allá tiene novia; si, tiene novia… aquí no se queda en la casa, mi mamá lo botó porque mucho le pegaba”

Y entonces, ¿quién es ese señor que me saludó en tu casita?

“Es su pareja nueva de mi mamá, ellos tienen un hijito ahora, se llama Luis. El no toma, mi papá si tomaba mucho y una vez, en la noche, yo no podía dormir y miré que se llevó el balón de gas y yo lo seguí y ‘le vi’ que le entregaba a una señora”

Pero la morenita se resiste al ocaso prematuro, por eso nunca se aparta de su vieja muñequita que encontró en un basural a pesar que su progenitora le ha prohibido tenerla por estar tan sucia. ‘Juanita’ le llama, como su recordada abuelita, ya muerta y a quien quiere más que a su propia madre pues fue quien la acogió durante dos años debido a las depresiones que soportaba viendo los conflictos en su familia. Y estudia cuarto grado en la escuela José Chopitea, le gusta nadar y también le encanta la Matemática…

“¿A ver cuánto es cinco más cuatro eh?, ‘esooo’, bien Arianita, nueve pues”.

Y tiene ocho años, mirada profunda, polito rosado con cuello y pantalón de manchas verdes que parecen flotar cual algas sobre la tela, como el mar de Puerto Morín donde casi se ahogó a los seis. Como el color de la esperanza en la hermosa canción de Diego Torres. Esa ilusión que no pierde por ser feliz y, que ahora, renace con un proyecto nutricional que llegó a su pueblo…

Ella se llama Pilar, es nutricionista y te acompañará a tu casita, a donde me llevaste. Te hará unos exámenes y hablará con tu mamita para que te alimentes mejor, ¿ok?, pero con una condición: que me prometes, desde el próximo viernes vendrás a tu academia deportiva, ¿estamos?

“Ya señor, mire esa niñita, se cayó por patear la pelota, ja, ja”.

Ok, entonces vendrás eh, ¡dame esos cinco!

Oye, Oswaldo, que duro es esto. Su madre es muy joven y tiene un pequeñito de un añito. Sólo tienen un colchón y dos sillas. ¿Y cómo se abrigan si sólo son cartones y sacos los que rodean su choza? Han invadido el terreno y ahora lo están cuidando. Me dice su mamá que el alcalde ya ha venido algunas veces, ha hablado con todos los vecinos y les ha pedido que inscriban a sus hijos en el proyecto. Les hice un chequeo simple y el más chiquito está bien, pero lo bueno es que ya comprometí a la mamá para inscribir a la niña...

Eh… si pues, es la sociedad que hemos creado Pilar. Inevitable, tal cual. Miseria necesaria en la estabilidad del mundo según el pensar de Thomas Malthus, indiferente para algunos golfos de corbata y altos cargos en política regional. Esos mismos que permiten que 15 mil alumnos en La Libertad permanezcan todavía sin profesores y no saben que responder cuando los encaran, o silban bajito cuando les recuerdan que nuestra región tiene los tres distritos más miserables del país: Ongón, Bambamarca y Condormarca. Quienes explotan inocentes en minas informales y todavía candidatean. Aquellos que “alquilan” periodistas para salvar su imagen. Esos que ni las áreas verdes respetan cuando de campañas eleccionarias se trata. Los mismos que en defensa de la “fraternidad” callan ante las fechorías que cometen sus correligionarios, o quienes por salvar el “gran cambio” se valen de las necesidades humanas para canjear votos por víveres. Algunos angustiados por saber que faltaron a su palabra y corren el riesgo de ser desaforados un 3 de octubre. Tantos que malinterpretan la esencia de la política: servir a los más necesitados y no servirse a sí mismos. Gracias por tu ayuda mi buena amiga.

jueves, 9 de septiembre de 2010

¿Qué hicimos para merecerlos?

Cansado de ver tanta m... invadiendo nuestra ciudad sin el menor reparo, publiqué  esto:

Leía, con cierta satisfacción ajena y mientras prestaba los servicios de un amable lustrabotas en la avenida España, un reporte venido desde Chiclayo, respecto de una sanción dispuesta por la autoridad municipal en contra de dos candidatos para los comicios municipales del próximo 3 de octubre. El motivo: haber pegado pancartas de promoción política dentro del casco urbano de la Capital de la Amistad.
Justicia legal plena, me dije con envidia, en tanto miraba alrededor y veía a mi ciudad convertida en una suerte de gigantesco baño comunal gracias a las costumbres nada limpias de candidatos que venden transparencia y legalidad pero que, en la gran mayoría de casos, no tardan en mostrar su lado deshonesto y codicioso cuando de campañas pre-eleccionarias se trata. De otra forma no se puede entender como casi el total de partidos políticos - algunos que incluso ya fueron sancionados caso el Apra y APP, por haber filtrado propaganda electoral en publicidad estatal- omiten la norma y siguen en lo mismo.

Ni las amenazas de Hidrandina en cuanto al censurado uso de postes de energía para pegado de afiches, ni las advertencias del INC para respetar zonas intangibles, ni las exigencias del JNE o los medios de comunicación – algunos todavía independientes y no cobijados al que más publicidad te compra o mayores favores te hizo o hará- para mantener una disputa intensa pero reglamentaria, discrepante pero respetuosa, genera reflexiones.

Peor aún, ni los reclamos de una población – encuesta tras encuesta- que siente que su ciudad cada vez pierde terreno ante la inseguridad, el desorden, la salud, educación, corrupción política y el desacato a la autoridad, promueven vueltas de timón en una ruta competitiva electoral que, cuantas veces ya, tiene mucho de bajezas y poco de altura. Así, amén de continuos ataques verbales, poca propuesta clara y algún saludable debate público, ni hasta las paredes de pobres colegios estatales en La Esperanza, alguna casona en el centro histórico o el pequeño muro que mi padre construyó en la puerta de su domicilio, en El Porvenir, se salvan de la pintura insana o el pegamento con olor a podrido que sostiene un papel con la foto de señores siempre sonrientes.

Las sociedades tienen las autoridades que merecen escuché alguna vez de un reconocido pensante. Vale la frase para los millones quienes sufragaremos en cuatro semanas pero, sobre todo, para la reflexión de esos candidatos que luchan por el voto sin reparos éticos hasta convertir nuestro ornato en letrina pública. Por eso, y en una ciudad que nominada, Capital de la Cultura, merece mejores opciones, aflora mi pregunta: ¿qué hicimos para merecerlos?

Oswaldo Rivasplata G. Diario La Industria de Trujillo

viernes, 3 de septiembre de 2010

Adolescente tardía

Y tu mirada frágil y coqueta…


Y tu delgadez y sensualidad..

Y tu belleza limpia…

Y tu frescura de adolescente tardía..

Y de repente, tu rostro policromo que interrumpe la ilusión…

Y Valkiria mi novia?, quien es Valkiria?, debe ser muy hermosa para tener ese nombre eh..

“Mmm… Plop”… tu frescura de adolescente tardía…

miércoles, 18 de agosto de 2010

No caigas, no

En estas, tus horas de pasado meridiano, no depongas, no. Tu caída sería la de muchos, vendría como una bola de nieve o una ola en formación, más grande a su paso. El huaico de tus depresiones, aunque no lo quieras, arrasaría pueblos enteros de dependencia, corazones agitados de expectativa. Y tu, insano terrenal, tampoco mereces tanto llanto.

Además, de subidas y bajadas esta hecho el parque de diversiones que debería ser la vida. Y tu, acaso no eres también un asiduo placentero? Vamos…

Dale, arriba, upaaa como sonaba la voz del ángel que hoy y siempre te resguarda, de aquel que nunca, a pesar de todo, replicará tus bémoles. En su honor, no depongas, pues tu caída, además y aunque no lo quieras, sería la de muchos...

domingo, 15 de agosto de 2010

No sólo un juego



Carlitos tiene siete años. Estudia en la escuela Josefina Gutiérrez Fernández y cursa el tercer grado. Son las 8 de la mañana y la plaza de armas luce casi vacía como ocurre cualquier sábado. Pero él no va con la tradición y, como soldadito en alerta, está muy atento a un acontecimiento especial: la llegada de su profesor de la academia de fútbol. “No me acuerdo su nombre pero nos enseña bien, viene de Trujillo, de la ‘deporvida’” nos dice mientras apoya la cabecita en una de sus rodillas y se acuclilla, tratando de soportar el intenso frío que a esta hora se siente en Chocope y adivinar quién será ese flaco preguntón con barba crecida y cabello desordenado.

El ‘enano’, flaquito y vivaz como un tordo, es uno de los 110 niños que desde hace más de un mes forman parte de un ambicioso proyecto en esta zona de amplios sembríos y casas de barro, de perseverantes gentes pero muchas carencias. Junto a su ‘gallada’ del caserío de Sintuco, uno de los once que ocupan el distrito fundado en 1535 por el español Diego de Mora, asiste cada fin de semana a las clases que imparte el profesor Henry Córdova en el estadio Municipal, en doble horario. Su motivo principal es obviamente, aprender los secretos del balompié y divertirse con lo que más le gusta hacer. Sin embargo, y quizá sin quererlo, aprende mucho más que eso gracias al poder de atracción que tiene el juego más popular del mundo y que una institución trujillana ha sabido aprovechar con enormes resultados.

“DeportVida, como lo señalan su propio nombre, supone vincular el deporte con el desarrollo personal y grupal; osea, utilizarlo como medio de evolución social ya sea para mejorar niveles nutricionales en menores de edad como es el motivo de este programa o prevenir problemas de autoestima , drogadicción, alcoholismo, sida o cualquier otro flagelo social que ataque a algún sector”, nos explica Rina Gamarra, Jefa de Proyectos de esta entidad y quien hoy está preparando los materiales y estructuras que se requieren para el segundo taller de psicología dirigido a los padres de familia que conforman el plan.

“Lo medular está en saber aprovechar el enorme arrastre popular que tiene el deporte; la atención que ponen los niños es prolongada cuando de jugar fútbol, vóley o ajedrez se trata y entonces, nosotros aprovechamos eso para insertarles los mensajes y cambiarles los hábitos además de reforzar esas actitudes con capacitaciones en psicología y nutrición a ellos y sus padres a cargo de profesionales de la materia”, continúa, antes de coordinar con el psicólogo de la entidad los objetivos de la charla matutina.

En tanto, “¿se han alimentado bien hoy?, seguro que sí, pues de lo contrario no podrán ser buenos deportistas, ¿por qué eh?”, irrumpe el profesor Córdova hacia un grueso grupo de alumnos de entre seis a nueve años que ya ocupa la plaza mayor y le responde al unísono celebrando su arribo al pueblo: “¡sííí, porque mente sana en cuerpo sanoooo!” Carlitos, lógicamente, se ubica primero, como capitán, como su ídolo Cristiano Ronaldo, el gran delantero del escuadrón portugués y del Real Madrid.

“Soy profesor de Educación Física y trabajo con niños desde hace muchos años e, incluso, he hecho proyectos similares con el director de esta entidad en zonas mineras. Así que, cuando me propusieron trabajar en este proyecto no lo dude un instante pues, además, su idea me resulta novedosa; es una forma muy eficaz de llegar a los adolescentes y luchar contra los problemas que soportan. No se trata de hacerlos jugar y enseñarles técnicas o tácticas, no, lo que aquí se busca es usarla (la actividad deportiva) como medio hacia un cambio específico y, créame, los resultados ya se están viendo pues los chicos siguen aprendiendo simples hábitos de higiene y alimentación” nos cuenta en su camino al estadio seguido por una tropa infantil que no deja de hacerle barra.


La mañana sigue su curso, todavía silente y con sol insinuante en la tierra del entrañable ‘Loco Moncada’ que José María Arguedas hizo inmortal en El Zorro de Arriba y Zorro de Abajo. Empero, ya son 43 los padres de familia, entre hombres y mujeres, que escuchan atentos la amical disertación de Sergio Yupanqui, encargado de las capacitaciones psicológicas, bajo la supervisión de Rina. Como Superar Problemas de Pareja en Familia es el título de la charla, esta vez. “Los niños, señores padres de familia, nacen con la mente en blanco, como un papelito; por tanto, no heredan las malas o buenas costumbres sino que las recogen de sus padres, entorno o familia y eso vamos a mejorar… premiarlos cuando se esfuerzan y llamarles la atención cuando se portal mal pero nunca agresivamente es muy adecuado…”, se escucha de voz de un tipo con camisa blanca y pantalón de vestir que camina frente a ellos mientras señala una pizarra acrílica. La próxima semana será turno de Nataly Vargas, quien dirige los talleres nutricionales.

En paralelo a la sesión, en un espacio contiguo del salón consistorial de la municipalidad distrital, 33 pequeños reciben clases de ajedrez a cargo de Jesús Flores, el responsable de esa disciplina en la organización no gubernamental: “La reina es protegida por el rey y su comitiva, como deben hacer ustedes, niños, en su familia, respetarla y cuidarla siempre a la mamá”. El fin, obviamente, no es únicamente enseñar a jaquear o descubrir un Julio Granda. La meta es más grande que generar atletas, es insertar valores y prevenir tragedias sociales en sectores tan necesitados como Chocope: formar mejores personas y, por ende, mejores sociedades.

(Esta ha sido mi crónica más reciente, publicada en el diario La Industria de Trujillo)

viernes, 13 de agosto de 2010

Para qué?


Hoy, superado la terrenalidad de Cristo y yacente en mi pensamiento, siento que mi ruta está completa. Y entonces, para qué seguir? aparece, espontánea, la interrogante. Para que si el camino se hace trepidante, y el horizonte asoma tenebroso, oscuro, como si a cada paso la estrella amarilla se alejara sobre el envés. Para que, si mi tramo ya no bifurca con el tuyo kilómetros más arriba, si tu trayecto es de norte y suelo parejo y el mío va hacia el sur en terreno agreste. Porque no parar si la esperanza terminó y hasta mi corazón agotó su combustible: la ilusión de seguir amándote.

Ya ni arrepentirse, como tantas veces, vale. Pues golpearse y pedir perdón ante la soledad no se acompaña con con tu adormecida alma, con tu facista actuar de dureza e indiferencia no forzada. Además, que méritos ha hecho un cuerpo que todavía navega en el limbo del querer o no querer?

Que tus ojos de luna en cuarto menguante alumbren la noche del otro, de alguien que si sepa amarte y le de paz a tu alma.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Emergencia en un hospital

No sé por qué mi mamá es fanática de la Emergencia del Policlínico Angamos. Creo que debido a la eficiencia de las enfermeras con pocos recursos y los doctores con sobredosis de pacientes. El domingo mi madre se sintió mal, se desmayó y como vive sola en su casa, recién cuando despertó atinó a llamarme. Tuvo probablemente un cuadro de hipotensión arterial. La llevamos al Policlínico pero, como lo saben aquellas personas que tienen padres ancianos, si no los haces entrar con ambulancia de los bomberos o del mismo hospital, es decir, en posición horizontal, hay que hacer una larga cola. Mi madre se encotraba mal, pero no de urgencia como para entrar en ambulancia, por eso fuimos en taxi y comenzó la odisea.

En admisión te preguntan si ha entrado por sus propios medios o en ambulancia. Como mi respuesta fue afirmativa a la primera pregunta, pues nos tocó esperar. LLegamos a las 3 pm, nos atendieron cerca de las 5 pm después de terminar de ver una película en el televisor de la sala de espera de emergencia. Realmente mi madre no estaba de URGENCIA sino hubiera muerto. Había cola porque hay muchísimos pacientes, dos tópicos de medicina general, uno de traumatología y otro de cirujía.

En la sala de afuera esperamos a que el guachimán llamé al paciente por su nombre. Cuando lo hace –luego de dos horas– hay que entrar a EMERGENCIA donde hay dos colas de paciencias parados. Las dos colas son para los Tópicos 1 y 2 de medicina general. Los paciencia con necesidades de cirujía o traumatología esperan por otro lado: son menos. Por suerte mi madre me tiene a mí, pues hubiera sido imposible que se pare para hacer la cola pues a los 86 años y con mareos, no hubiera podido esperar los 20 minutos que esperamos. Delante de mí una señora joven tenía un suero en la mano que estaba conectado a su otro brazo: la mano la llevaba un poco en alto para que el suero destile. Ella esperó el mismo tiempo que yo. Veinte minutos parada con el suero conectado al brazo. “Señora, ¿no tiene parientes que la ayuden?”, le pregunté. “Justo ahorita se acaba de ir mi hija porque ya estaba esperando mucho tiempo”.

A los veinte minutos de estar ahí parados me tocó mi turno, o sea, el de mi madre. Entramos. Una doctora joven le hace preguntas y no se da cuenta que tiene dos entradas a emergencia con shock hiperglucémico e infarto cerebral hace un mes y medio. Se lo decimos. “Ahhh”. Pregunta los motivos por los cuales estamos en emergencia, manda rápidamente a hacer electrocardiograma y medida de glucosa. Con los precarios papelitos vamos a buscar a una enfermera. “Espere acá señora” y mi madre y yo esperamos 15 minutos a que se desocupe una enfermera para hacerle un pinchazo, le mide el azúcar, está estable. Mi madre no aguante estar más tiempo de pie. Se sienta en la silla de un enfermero, frente a un escritorio con archivos, apenas la ve el enfermero viene y la bota: “retírese señora”.

 Nos paramos y seguimos esperando. El enfermero se va, la silla está vacía pero es prohibida. Le exijo a la enfermera que se apure; hace lo que puede la pobre, está llena de tubos. “Ahorita vengo” nos dice. Mi madre, casi desvanecida, quiere sentarse, entonces se desocupa una camilla, pero la de allá, la del consultorio de la doctora, entramos y mi madre se sienta. La doctora se molesta. Un paciente está saliendo. “No ve que estoy con paciente, señora”. “Pero mi madre no puedo estar más tiempo parada”. La deja quedarse, entra la otra enfermera, le hacen el electrocardiograma. “Está bien señora, su corazón está perfecto”. “Está estable, señora, a ver que le pongan un Gravol”.

Salimos de nuevo a la antesala, donde hay decenas de paciencias sentados en sillas precarias y con sus brazos conectados a sueros; otros pacientes haciendo cola; una chica en silla de ruedas llorando a gritos. Hay bulla por todos lados. Mucho ruido. “Enfermera, para una inyección de Gravol”. “Ahh tiene que salir por afuera, señora”. “Pero mi madre no puede ni caminar, ¿cómo hacemos?”, “ah, no sé señora, hable con la otra enfermera”. Hablo. “Bueno, que se quede ahí. Usted vaya al sótano a pedir el remedio con la receta de la doctora”. Voy al sótano. No puedo pasar: hay decenas de personas intentando tomar el ascensor. Pero llego al sótano, no hay nadie en la cola, solo una señorita felizmente… Pero la señorita está discutiendo con el empleado que despacha los remedios y este no la quiere atender, se demoran tanto, que ya se juntan seis personas detrás de mí. “Atiendaaaaaaaan”.

Lloro. Se me chorrean las lágrimas. Lloro y me atienden y regreso al primer piso, a emergencia, me limpio las lágrimas, los mocos, como sea entro nuevamente, estoy llevando el Gravol. Busco a la otra enfermera. “Espere”. Y espero parada al lado de mi madre, al otro lado una jovencita con un suero conectado al brazo, se está quedando dormida en esa especie de carpeta donde la han sentado. Y como dijo Francisco de Quevedo, de mis ojos “salen sin duelo las lágrimas corriendo”. Qué vergüenza. ¿Qué diablo me pasa? No lo sé, siento un pito tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii en el oído izquierdo. ¿Y si ahora me sube a mí la presión? Ay, no.

Y la inyectan a mi madre el Gravol y me dice la doctora que debe esperar 45 minutos para ver la reacción. “Pero, ¿adónde esperamos?”. La doctora bosteza: es joven, tiene el pelo lacio, se nota que está muy cansada. Mi madre le habla. Yo pregunto: “¿Pero si está estable, no la puedo llevar a mi casa mejor?”. La doctora me mira indiferente. Casi siento que me odia. Que odia a todos los pacientes de ese domingo por la tarde. ”Mejor” me contesta.

Y con la idea fija de que debo gritar en medio de la nada, salgo del Policlínico Angamos, una vez más humillada por el sistema de salud, que trata a aquellos viejos jubilados que aportaron años de años como si fueran cuerpos sin alma. Nuda vida. Restos. Seres sin calidad humana. Ancianos carcomidos por esa sociedad que está esperando sus muertes para reciclar sus aportes y usarlos malversando fondos colectivos.

¿El Perú avanza?

(Lo mismo siento cada vez que acudo al hospital del Seguro Social Víctor Lazarte de Trujillo con mi padre. Por eso, decidí colgar este artículo de Rocío Silva Santisteban)

domingo, 18 de julio de 2010

Un viejo... y Rosmery

Hace varias noches, sentado en una banca de la plaza de armas a la luz de la luna, observaba el ansioso estar de un anciano a pocos metros. El longevo, chompa celeste de lana y cabello ralo, zapatos negros y pantalón del mismo color, estaba visiblemente preocupado, angustiado. Miraba el cielo y el suelo, se cogía la cabeza y repentinamente cambiaba de posición sobre la meseta de mármol. Yo, inquieto y tantas veces insoportablemente sensible, no podía evitar apenarme por su actitud, sentado a pocos metros. 

“Vengo a reflexionar, a buscar paz, quizá leer o admirar este contexto tan quieto y dulce a la vez de la plaza mayor; pero otros, quieren expulsar sus angustias al pie de la estatua de La Libertad; como aquel señor, pobre, que problemas tendrá” le decía a mi compañera, como buscando en ella ese estímulo que necesitaba para ir en búsqueda del preocupado viejo. Así pasaba el momento, comentando la presumible mala suerte de aquel sexagenario, lamentando como la pobreza puede doler más en un medio de creciente derroche como es ahora Trujillo. Donde los grandes centros comerciales se tugurizan de gente que casi se arrebata la ropa, la delincuencia ya es casi habitual y se siguen inaugurando megamercados mientras cada vez hay más indigentes y en Ongón el 99.7 de habitantes son extremadamente pobres.

Hasta que intempestivamente, como rompiendo la calma de la fría noche, una voz quebrantada viró mi atención. Una joven de aspecto acabado, sucia pero sobretodo muy llorosa me suplicaba por unas monedas que le permitieran calmar su apetito. Calzaba unas viejas sandalias que eran casi tapadas por la basta roída de su pantalón azul, se frotaba la pierna derecha y derramba saliva mientras hablaba. Tenía la dentadura incompleta y rengueaba. A esas alturas la imagen del anciano ya me había doblado el corazón y me sentía empujado a obrar con mayor solidaridad que la de entregar unas monedas a un angustiada menesterosa.

“Si tienes hambre pues ya somos dos; vamos, te invito a comer un buen caldo de gallina”, le dije. Y conocí su sonrisa. La  primera de muchas que luego me ha dado Rosmery. Tiene 33 años y vaga por las calles desde los 28, cuando un mal tipo le arrebató a su último hijo de cuatro meses. Los otros dos, mujeres, viven con sus respectivos padres. Su cojera se debe a una poliomelitis adquirida en su infancia. No tiene casa propia y tampoco se atreve a acudir a donde habitan sus hermanas pues se siente marginada, rechazada.

Por eso, duerme cada noche dentro del salón de cajeros automáticos de un banco local, en la calle Pizarro. “Esa es mi casa, mi habitación y hasta mi comedor”, me explicó en una de sus primeras confesiones. Luego, semanas de por medio y ya convertida en una amiga casi frecuente, ha lamentado cruzarse con tipos de mal vivir, doblegada por su nostalgia de cariño y cobijo. “Me utilizaron, me embarazaron y hoy ni siquiera me dejan ver a mis hijas; por eso vivo así joven Oswaldo; no piense mal de mí por favor”

En absoluto Rosmery. Dios es quien sentencia, no yo. Hasta debería agradecerte: tu presencia me permite reivindicarme, ganar dignidad. Y la bicicleta la compraste tú, eso debe saber tu hijita la cumpleañera, no que lo hizo un tipo que camina errante buscando su papel en esta agitada tierra.

¿Y aquel señor que veía tan angustiado aquella noche que te encontré en la plaza de armas?, ¿quién era? No lo sé joven Oswaldo, debe ser uno de esos loquitos como yo que camina sin rumbo...

miércoles, 7 de julio de 2010

El barrendero


El otoño te puede parecer romántico hasta que te ves aquí, tratando de barrer las puñeteras hojas que se quedan pegadas al suelo como calcomanías en cuanto caen dos gotas”. Así me desmontó una barrendera el encanto de la estación más literaria, cuando una madrugada de hace cinco años la acompañé en su tarea diaria de dejar como una patena el paseo de María Cristina.

No es que antes no hubiera reparado en el trabajo de los basureros, no, siempre me ha gustado observar otras vidas, como una posibilidad real de lo que uno podía haber sido, pero es cierto que caminar durante horas con una pareja de barrenderas y escuchar la idea que del comportamiento humano tiene quien se dedica a limpiar la mierda que, sin remordimiento, vamos dejando a nuestro paso, me hizo entender la verdadera naturaleza urbana. Los barrenderos renuevan la ciudad a diario para que unos la pisen con respeto y otros la degraden o la desprecien. “Mala gente que camina y va apestando la tierra”, los versos de Machado se podrían aplicar a la guarrería humana en su aspecto más literal.

 Es posible que quien no recoge la caca del perro tenga su casa reluciente, que quien tira el condón usado por la ventanilla del coche no lo dejara en el suelo de su habitación o quien deja un casco de botella en un banco jamás lo hiciera en su sofá. Madrid ha vivido en estos días agitada por demasiados acontecimientos. En un sola tarde, el Orgullo Gay y el partido del Mundial transformaron la ciudad en un escenario carnavalesco. Madrid, tan cimarrona, tan mundana, lo soporta y lo potencia, ahora, me preguntaba yo, ¿es necesario que cada manifestante lleve detrás a un pobre barrendero? ¿No sería más económico que cada uno, en esas circunstancias, sacara el barrendero que todos deberíamos llevar dentro y no llenara las calles de porquería? ¿No somos tan solidarios?

Elvira Lindo. Diario El País. España.

viernes, 18 de junio de 2010

Reflexiones paternales


De la convivencia con mi padre, que no es corta, hay algunos aspectos que debería resaltar. Y bueno, siempre lo hay dentro de más de 10 años de vernos las caras y compartir tanto. Pero, no son tan grandes como para superar, y debo admitirlo, esa marca de fábrica que resulta imborrable en él: su carácter pesimista.

En mi viejo, conviven sentimientos tan claros como antagónicos y emergentes según las circunstancias: alegre, carismático y reilón… pero también amargo y negativo. Cuantas veces, desde que falleció mi madre, lo he escuchado reírse como un loco pero, en mayor medida, quejarse y lamentar una suerte que, vaya ironías, en otros resultaría motivo de tranquilidad. Pero su carácter disidente se lo evitan, pues. El siempre le buscará lo malo a las situaciones al menos que estas resulten muy convenientes para sí. Egoista. Nunca un abrazo fraterno, nunca un consejo paternal… sus buenos gestos aparecen cuando de materialismo se trata.

Pero es mi padre y así lo quiero. Por eso lloré con rabia contenida hace cuatro días en el área de emergencias del hospital Víctor Lazarte cuando cayó abatido por una sobredosis de Isorbide, un medicamento que le suministraron para recuperarse su estabilidad sanguínea. Eran las 10 de la noche, lo habíamos trasladado en correrías hacia el nosocomio por unos fuertes dolores en el pecho y, minutos después, junto a mis hermanos mayores sufríamos de verlo tan vulnerable. Es que ya cumplió 81 años y el tiempo le pasa la factura a una vida algo desordenada. Chulaco, como le llamo de cariño, es hipertenso, tiene las rodillas maltrechas a consecuencia de una severa artrosis que lo obliga a tomar corticoides y forzar a su débil corazón hasta sobresaltarlo como un motor de vehículo antiguo.

Pasado ese terremoto, el doctor Jesús Bendezú, cardiólogo de reconocido prestigio a cuyo consultorio lo llevé hace dos días, le ha dado una prescripción que debe cumplir fielmente por el resto de sus días. Cuatro captopril, una amfidipino y una aspirina diaria, sumada a una pastilla de meloxicam cuando sus rodillas lo agobian. Adicionalmente, le han prohibido consumir alimentos que contengan sal o grasa. Y recién ayer pudo dormir sin problemas. Igual que yo. Fuerza, Chulaco que, a pesar de todo, este pobre errático te quiere mucho.





martes, 1 de junio de 2010

Ilusión...


Siempre he dudado a la hora de elegir cual ha sido la mujer que más he deseado en la vida. Mi ideal. La que sueño. Esa que copa todas mis expectativas ilusorias y completa la escena del matrimonio fantástico donde soy protagónico y vengo vestido de frac. La pregunta, como resulta obvio, me la han hecho no pocas veces, como también ocurre con las del sexo femenino respecto de cual es su hombre pleno.

Y no ha sido sino hasta muy reciente data que, entre tantas vacilaciones y memoria frágil, entre Jenifer Lopez, Ornella Mutti, Sandra Bellucci, la peruanísima Cati Caballero y hasta la carioca Paloma Fuccia, me di cuenta que no había otra como Olenka Zimmerman…

Dios, cuantas veces quedé pasmado con su belleza entre angelical y diabólica, con su mirada de ángel y figura de fuego. Cuantos sueños, cuantos pensamientos, cuantas hojas con su rostro. Y hoy, cuando termino mi rutina de revisión de noticias de cada mañana, mi rubia de cuarenta y uno – hace 25 años la veo y resulta como el vino- recién revelo esa característica que la hace diferente, ese detallito que saca ventaja frente a una sociedad repleta, saturada - como ella propia responde-  de mujeres hermosas, y que no sabía diferenciar, quizá absorto por su belleza : intelecto.

Nunca en portadas escandalosas o conflictos de callejón, nunca calata por rating, menos siendo blanco de guionistas que buscan cerebros huecos en cuerpos hermosos, mi Olenka ha sabido llevar un perfil sino bajo sí cercano al respeto, la clase, al valor que una modelo profesional, con hijos y buena reputación ha llevado desde sus comienzos, hace más de 20 años. “Mujeres hermosas hay por todos lados así que… me gusta leer buena literatura, hacer deporte, bailar, tomo uno que otro trago y hasta fumo como una chica normal pero muy medido pues tengo asma… busco una belleza integral… guapa por fuera y por dentro”. Por eso te quiero tanto eh. Pero, eso sí , nunca, jamas, como adoro a mi Debora, mi monjita querida!

Lástima que el Pelo Madueño – al menos más feo no se puede ser y es un consuelo- me ganó la partida.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Debería estar feliz...


Que ironías. Debería estar estar feliz. Debería sonreír hasta el llanto o saltar hasta el desgarro por haber encontrado, casi inmediato a una relación tan tortuosa, alguien que, con sus defectos claro está, me da la paz que hace mucho no encontraba.
Irreverente, espontánea, aprendiz de cocinera y muy comprensiva, Vicky me acuesta sobre un sofá de terciopelo en un tren de medianoche: lento pero calmo, seguro. Debería soñar todo el tiempo ante su mirada enamorada y su apoyo incondicional, sonreír cuando me abruma de confianza y entiende mis quehaceres.
Pero, que ironías, no puedo. “Te quiero niña pero no” dice la letra de una canción de Alejandro Sanz. Al menos ahora, no.

Su dedicación casi de madre, su cariño incombustible, no alcanzan. Y es que por más grande que el océano sea o mas infinito el universo, nada subsanan esa nostalgia que, vaya paradojas, no es una tristeza tampoco, me envuelve tras lo que mis ojos han leído. Se me va, con pruebas formales en municipio limeño, se me va. Y no tengo ímpetus para lucharlo.

Resignación, consuelo o una satisfacción vestida de melancolía, lo que vivimos me huele al sol de tarde en el océano o luna en su clímax: mágico mientras duró… pero, sin fuerzas que lo prolonguen, debe acabar y renovarse. Por el bien de ambos.

Y lo acepto, porque mi egoísmo no puede ganar la lucha o negar el derecho de ser feliz. Porque quien amó de verdad sólo busca la felicidad de ese ser especial: con uno o sin mí. Y porque, paradojas, gracias a Dios y mi madre, no es tristeza lo que siento. O en todo caso, mi pena no es lo suficientemente sentida como para alterarme.

Que seas la mujer más feliz del mundo y formes la familia más hermosa mi mayor recuerdo de amor.

Y la luna se aleja, apagándose ante un nuevo amanecer. Un despertar que, espero, me encuentre vivo, dispuesto a querer sin remilgos sabiendo que las ataduras del pasado ya casi se cortan.

martes, 20 de abril de 2010

Mundo de locos


Cuando alguien me pide una opinión sobre lo que está ocurriendo en nuestro planeta, yo suelo repetir una definición que, no por simple, deja de reflejar lo que realmente pienso y siento: “Estamos todos locos”. Lo creo, lo creo firmemente, y lo confirmo cada vez que tengo la oportunidad de internarme en algún tema o en algún sitio que antes desconocía. Todo se parece, más de lo que debiera, a una enorme conspiración contra la vida.

A una suerte de pacto tácito para confirmar que la especie humana ya ha excedido el tiempo que le fue otorgado para ufanarse de que gobernaba la Tierra. De nuestras potencialidades –que son muchas y variadas– hemos optado por las más destructivas. De nuestras emociones hemos dejado crecer desmesuradamente la codicia en detrimento de la compasión y la solidaridad. No es que la mayoría de los seres humanos se incline por la destrucción: simplemente hemos estructurado un sistema que nos ha superado y que nos lleva a ella, y del que nada indica que podamos librarnos.

Somos prisioneros de nuestras propias creaciones y, salvo un siempre posible cambio inesperado, seremos las víctimas de nuestra irrefrenable imaginación. Los ejemplos llenarían una biblioteca.

No hay campo, incluido el de las investigaciones científicas, que no termine orientado hacia el polo negativo en la brújula de la supervivencia. Me hablarán de nuevas medicinas y lo celebraré, pero luego me dirán cuántos se beneficiarán con las mismas y terminaré avergonzado. Me hablarán de nuevas armas para mantener la paz y reiré hasta que las lágrimas se transformen en gemidos y logren ahogarme. Me hablarán de los fabulosos avances en los medios de comunicación, y la imagen de un hombre cada vez más aislado, neurótico y solo ensombrecerá el asombro. Me hablarán del ecumenismo religioso y callaré porque aún respeto a los que disfrutan haciendo humor y contando cuentos.

Me hablarán de democracia y libertad y no podré evitar que mi cerebro imagine los símbolos que la representan y, menos aún, podré evitar una enorme sensación de vergüenza y derrota al sentir que la institucionalización de la mentira ha penetrado y corrompido lo más profundo de nuestro propio imaginario.

Me hablarán de justicia social y, entonces, invitaré a quien lo haya mencionado a salir a la calle para echar una mirada, con los ojos de esa justicia, al entorno que le rodea. Me hablarán de los esfuerzos por preservar el medio ambiente y allí, también, mi carcajada terminará en lágrimas que me harán arder los ojos. Me hablarán de libertad de prensa y solo podré mencionar las poquísimas excepciones que la confirman como un bien en vías de extinción o como un vil negocio en vías de expansión.

Repito: Estamos todos locos, incluido quien escribe pensando que diciendo y escribiendo aportará un gramo de cordura a una especie que parece haber decidido, en algún lugar impreciso de su asombroso cerebro, acabar con esta aventura de un pensamiento que se pregunta sobre el origen, el sentido y el destino de la vida.

Tomado del Diario Peru.21. Abril 2010

miércoles, 31 de marzo de 2010

¿Dónde estás corazón?



La luna cae. Igual que mi pesadumbre cada noche, cada que dormir es la norma y que me veo tan solo. Con la computadora como única compañera a la que puedo querer sin reproches. No importa si es hermosa pero le falta derriere, si sus piernas son flacas o sus glúteos flácidos, que si es bella pero su cerebro está vacio, que si es grosera, que si es muy alocada… Eso no cabe en los contextos de una laptop marcha Toshiba. Nunca reclama y cubre todas mis necesidades. Y por eso nos entendemos tan bien.

Entonces, dónde estarás?, dónde pernoctas tú, mi perpetua doncella?, en el Himalaya? , en una profunda cueva del bosque del Amazonas?, en un frio departamento de Miami?, quizá te cobijas en la risa tierna de una trabajadora de Oeschele o la mirada escondida de una pelirroja gimnasta?, dormitarás en las cálidas playas del Caribe colombiano a estas horas? o haras footing en un colorido parque de Madrid? Donde estas corazón? … no, eso no… tanto buscar y tanto fracasar no… no puede ser… en las nebulosas de mi confundido pensamiento… no… de allí no puedo rescatarte…

sábado, 6 de marzo de 2010

No te pierdas, sociedad



Escribía ayer sobre los mundos aparentemente paralelos entre los cuales discurre nuestra existencia. Felizmente, no todo es angustia medioambiental, espanto real o mediático o estupidez farandulera. Tampoco montaje político para hacernos sentir que no ocurre nada importante, que las dudas y los temores los fabrica nuestra imaginación, que se solaza en jugarnos una mala pasada. El presente inmediato es la única medicina destinada a evitar el desgaste que suelen producir los fantasmas que nos acechan. Ese presente nos suele alejar de los escenarios necrófilos y nos ofrece espacios para festejar la vida. Hacerlo no evitará el futuro, pero rescatará, al menos, valores que nos muestren que no somos –como decía Malraux– un “triste montón de mentiras”. Que nos muestre, además, que a pesar de todo sigue habiendo gestos y conductas que nos reconcilian con lo mejor de los seres humanos. Lo veo a diario cuando realmente lo quiero ver.

Pero, cuando la rabia me ciega, pierdo la batalla frente a la estupidez. Y ese es el desafío: no dejar que nos arrastren, no permitir que nos conviertan en bolsas vacías ávidas de consumo y menos, mucho menos, en zombis que han entregado a otros la responsabilidad de pensar por ellos y de hacer que sean esos sustitutos de nuestra personalidad profunda los que determinan nuestro estado de ánimo. Allí es cuando nos quiebran. Allí es cuando nos preguntamos si vale la pena seguir oponiendo la esperanza ante la corrupción, ante la amoralidad, ante el desprecio por el prójimo y ante la muerte disfrazada detrás de las marquesinas de aparente bienestar y opulencia que la ocultan.

Perder la batalla es dejar de asumir que el sentido de nuestra existencia es el que nosotros decidamos que sea. Creer y apostar por la vida como una oportunidad única e irrepetible debe ser la constante de quienes así lo sienten. Permitir que nos birlen ese único e invalorable tesoro es entregar nuestras armas al enemigo, el mismo que nos quiere escépticos, indiferentes, aturdidos, embrollados, ofuscados, confundidos, obsesionados por los espejos de colores, satisfechos por la nada que nos rodea, intoxicados de mentiras, ávidos de novedades que nos impidan mirarnos de frente al espejo; en suma, ajenos y extraviados de nosotros mismos, sin saber quiénes somos ni dónde buscarnos.

Ese es el ideal que plantea la delirante sociedad de consumo. Un ideal donde todo va mejor con la bebida de moda, con el carro del momento y con la última distracción tecnológica al alcance de la mano. Somos en la medida que vivimos en función de esos productos o en función de los productos que pronto los reemplazarán. Si eso somos, ¿en qué nos convertimos cuando los espejos de colores desaparecen? En nada, simplemente en nada.

Cambiar nuestra libertad por esa alienación es pulverizar las inmensas potencialidades de nuestro cerebro y anticipar la nada a la que quizá, fatalmente, estemos destinados.


Notable artículo. Tomado del diario Peru21

domingo, 28 de febrero de 2010

La promo


Mas vale tarde que nunca, no hay mal que dure cien años…, a la tercera va la vencida, nunca es tarde… De diversas formas, pero en el mismo fondo, podría expresar lo importante que me resultó reunirme tras 12 años sin vernos, con los compañeros de mi primera casa superior, hace unos días. Ocurrió el jueves 18 de febrero, entre un pub llamado el Soprano y la salsoteca más concurrida de Trujillo: El Estribo. Diez de la noche a siete de la mañana, recuerdos, emoción, abrazos y mucha diversión.

Pero, cuantas veces lo propusimos y tantas se frustraron. Hasta que la llegada de Libertad Mujica desde México supuso el más efectivo pretexto para juntar aunque, a un grupo pequeño sí, suficiente para evocar emotivos momentos entre paredes, libros y vasta alegría, acontecidos en las jóvenes estructuras del pabellón D de la Universidad Privada Antenor Orrego.

Allí decidí hacerme periodista. Desde sus carpetas empecé a escribir mis primeras columnas de opinión en La Industria y ganar mis primeros soles haciendo lo que más me gusta. Allí hice amigos entrañables. En la puerta 403 de su cuarto piso conocí a JM. Allí supe sentirme valorado, querido.

Así que ver a Erikita Rodríguez (nunca le dije que me emocionó mucho el buen trato que me dio cuando llegué por primera vez al aula) y su esposo, mi “causa” César Cornejo (ambos representamos a la universidad en un congreso estudiantil en Lima y la pasamos comprando, ja,ja), al inefable Edward (es regidor provincial pero no acomoda ni su hogar), la temperamental Maly (tan chata como jodida), el “choro” Víctor (me sigo preguntando porque no cobró por organizar el evento, ja,ja), el misterioso Randy (es o no es?), la loca Paty (tuve que embarcarla seis de la mañana en los buses a Chimbote luego de un caldo), el "Llobaca coblan" Beto, la risueña Danitza y esa angelicalmente convertida Libertad Mujica, tan subida de peso como sorprendentemente gentil con un tipo a quien miraba sólo de reojo en las épocas estudiantiles, me puso tremendamente nostálgico. Poco me falto para llorar.

Y aunque nunca fuimos un gran grupo, que viva la promo 98 de Ciencias de la Comunicación.

martes, 23 de febrero de 2010

Magaly Solier, en contracorriente



Lo bueno se difunde. Una enorme crónica escrita por Juan Manuel Robles, diferente y singular, sobre la más exitosa actriz que el Perú haya tenido.

Magaly Solier duerme. Hoy es su cumpleaños número veintitrés y durante toda la semana no ha dejado de dar entrevistas en radio y televisión: ahora el estrés la despeina y el vaivén del automóvil la adormece. La luz de la tarde en Lima hace más nítida su inmovilidad, permitiendo a un ojo fisgón detenerse en sus rasgos: la nariz espigadísima, los hoyos profundos en las mejillas, las cejas angulosas. Sus ásperas manos están cerradas con fuerza –una fuerza rara para alguien que dormita– y en el dedo índice derecho hay puesta una diminuta caja amarilla de chicles Adams, a modo de dedal. Magaly suele mascar unos siete chicles al día y esos chicles se transforman en globitos que revientan con suave insolencia en sus labios, ploc, ploc, ploc, para volver luego a su boca cerrada y al final, cuando ya no tienen dulce, terminar su vida útil en cualquier parte, en cualquier tacho o esquina o pared clandestina (Solier mira a otra parte, nerviosa), porque ella suele darse cuenta muy tarde que sigue con el chicle en la boca, cuando ya está a punto de entrar a un set de televisión o a una cabina de radio, esos recintos pequeñitos –como pabellones para cuyes– que pueblan su agenda desde que es famosa. A Magaly Solier le gustan también los chicles de fresa rojos y gruesos y unos caramelos de limón rellenos de líquido efervescente. En la calle, siempre andará surtida de chicles. Cuando está en casa, en cambio, prefiere chacchar hojas de coca frente a su Macbook.

Dice que le ayuda componer sus canciones.

Magaly Solier entonó una canción en quechua en Berlín, el 14 de febrero del 2009, luego de que la película La Teta Asustada, que ella protagonizó con una actuación espléndida, resultara ganadora del ansiado Oso de Oro en el festival alemán, uno de los más importantes del planeta. El equipo de producción del filme, encabezado por la directora Claudia Llosa, subió al estrado. Solier respiró tres veces y abrió los labios. Fue un canto trémulo y nervioso, el canto de una mujer que gana algo demasiado grande como para limitarse al simple acto de recibirlo. Su rostro feliz dio la vuelta al mundo, su jubiloso grito de «gracias» fue usado luego para una campaña comercial del banco más poderoso del Perú, y nadie olvidará, por muchos años, esos ojos llorosos quebradizos, el cerquillo lacio –natural y sofisticado–, el maquillaje tenue y, sobre todo, las palabras en quechua, un dulce idioma prehispánico que en las ciudades más desarrolladas del Perú ha ido desapareciendo por culpa de los apuros de un progreso que no admite atavismos. Los días que siguieron a la premiación, Magaly Solier contestó decenas de entrevistas en hoteles de Alemania y España y se acostumbró a ser una pequeña celebridad. Luego ganó el premio como mejor actriz en el Festival de Guadalajara, por la misma película. Aviones y más aviones. Hoteles. Un mes más tarde, volvió al Perú para presentar y promocionar el disco que había estado trabajando silenciosamente. La invitaron a Cannes por su papel en otro filme que había sido seleccionado para el festival francés. Recibió la noticia en medio de las presentaciones semanales como cantante en un impecable pub de Miraflores, el barrio donde están los locales de entretenimiento más cotizados de Lima. Voló a Francia y pisó alfombras. Vio a Penélope Cruz («tenía como seis guardaespaldas»). Descansó poco. Sonrió mucho. Atendió a demasiados periodistas.

Volvió a Lima y el famoso intérprete uruguayo Jorge Drexler la invitó a cantar con él, a dúo, en el concierto que ofreció en la capital peruana. «Magaly tiene una de las voces más lindas del mundo», dijo a la prensa, que tomó nota. Titulares. Más titulares. Drexler también pidió conversar a solas con ella después del concierto (echó a todos del backstage), algo que puso nerviosa a Solier, una mujer con una conciencia muy intransigente del espacio vital íntimo, sobre todo cuando quien invade ese espacio es un varón. Hasta hace un año, ella era sólo una buena actriz que ya había cosechado elogios y notoriedad en los herméticos escaparates de la crítica cinematográfica por la película Madeinusa (los círculos intelectuales son siempre burbujas), pero aún permanecía bajo el paraguas protector del anonimato masivo. Todo cambió después del éxito de La teta asustada. De pronto, Solier se ha visto en la situación de no poder salir a la calle sin que la detengan para un autógrafo y las semanas y los meses han transcurrido con felices sobresaltos cotidianos, y una escena que se repite: Solier contestando el móvil y enterándose de una oferta, un nuevo viaje trasatlántico, un contrato inverosímil.

Ahora duerme. En breve entrará a la casa de su hermana, que la espera para almorzar con Vladimir, el hermano menor. Nos acercamos. Solier despierta, se estira, abre las manos (adentro estaba su billetera), guarda la caja del chicle en el bolsillo. Está llegando tarde: últimamente, siempre llega tarde. Almorzará presurosamente, mimará a su sobrino de diez meses, beberá un vino y cuando menos lo piense el celular sonará otra vez: la esperan para el ensayo de la presentación en un exclusivo hotel que ella tiene que dar esta noche. Solier llegará cuando el ensayo ya haya acabado (sus músicos harán gestos). Cantará. Se equivocará cuatro veces y volverá casa molida. Llegará a la conclusión de que odia las presentaciones privadas. Dentro de tres días, dará su primer concierto masivo en un amplio parque del centro de Lima. A estas alturas, cientos de entradas ya se vendieron.

Durante los últimos tres meses, la he perseguido en muchas de sus actividades en Lima. Ni bien termine el concierto, Solier viajará a Huanta, su tierra natal. Ha aceptado que la acompañe.

–Ahí te voy a hacer conocer la chacra. ¿Comes cuy?

***

La actriz peruana de cine más fotografiada en el mundo es una mujer que se hizo adulta en el campo, trabajando la tierra, segando maíz y recolectando frutos y hierbas junto a sus padres y hermanos. Magaly Solier nació en Huanta, una pequeña provincia de Ayacucho, a dos mil quinientos sesenta metros sobre el nivel del mar y a unos quinientos cincuenta kilómetros de Lima. Ayacucho forma parte de la sierra central del Perú, esa zona caracterizada por tener un cielo azul, sombras oscuras y largas, hermosas iglesias, textilería soberbia, folclor alegre y melancólico, buen maíz, cerros gigantescos y la milenaria presencia del hambre. En el Perú, la diferencia de calidad de vida entre la sierra y la costa –donde se halla la capital– es un abismo equiparable a la distancia que hay entre sus relieves geográficos. Según cifras oficiales, Ayacucho es la tercera región (de veinticinco) más desfavorecida del país, con niveles de pobreza que afectan a más de dos tercios de la población local. A inicios de la década de 1980, este lugar del mapa vio nacer al movimiento terrorista Sendero Luminoso –y la consecuente guerra interna–. Según la Comisión de la Verdad, la provincia de Huanta fue la que más muertes y desapariciones registró entre 1981 y 1998 (más de dos mil personas, entre degollados, decapitados, incinerados). Al menos seis de cada diez pobladores huantinos fueron desplazados de su tierra por el terror. Familias enteras dejaron sus casas vacías buscando paz.

Una de esas familias fue la de los esposos Gregorio Solier y Gregoria Romero.

La madre de Gregoria Romero fue asesinada por negarse a ceder sus productos agrícolas a una camarada de Sendero Luminoso. La camarada insistió, pero ella siguió negándose. La degollaron y dejaron su cuerpo en la entrada de su propia chacra. Tenía las manos atadas con una sábana. A pesar de que le advirtieron explícitamente que no lo hiciera, doña Gregoria Romero decidió dar a su madre cristiana sepultura. En esos años, la valentía tenía un precio alto: la sentencia de muerte. Se vio obligada a viajar a Satipo, en la selva. Ya tenía cinco hijos.

Dos años después, el miércoles 11 de junio de 1986, nació Magaly Solier Romero. Por la noche, hubo una luna creciente apenas visible, flaquísima, con la forma de segadera de maíz –una hoz de chacra–. Para entonces, sus padres ya habían regresado al pueblo natal. Lo peor del fuego abierto había pasado. Sin embargo, quedaban todavía muchos años por convivir con el miedo. La guerra.




–Ya vamos a llegar. Mira, mira: esto es Huamanga –dice Magaly Solier despertando ojerosa en el bus que nos conduce a su tierra. Ha dormido abrazada a un ratón de peluche que lleva en el pecho un lazo rojo.

***

Si hay algo que todos notan la primera vez que ven a Magaly Solier, aun sin conocerla ni saber su historia, es esa atmósfera general de antiguo dolor que parece resumirse en la pequeña manchita oscura que la muchacha tiene en la parte blanca del ojo derecho. En ocasiones, la actriz lanza una mirada triste y confundida –como diciendo «¿por qué?»– y entonces el falso lunar brilla nítidamente como una redundancia que, curiosamente, no desentona ni genera melodrama. Por el contrario, esa marca en el globo es la esencia misma del carácter de la actriz: irradia dolor, pero no lástima. Parece superficial, pero tiene la profundidad de una estaca en el corazón. Deteniéndose un rato más, uno empieza a sospechar algo muy cierto. Que la mancha oscura es una herida.

Ocurrió en la chacra, cuando ella tenía doce años. Según su relato, estaba recogiendo alfalfa para sus animales y pisó un palo. El palo hizo palanca y su extremo puntiagudo fue directamente a la cara. «Empecé a llorar sangre», dice. Pensó que sus ojos se habían reventado. Mordió una rama con todas sus fuerzas porque sentía que si soltaba lágrimas iba a ser peor. La sal y la sangre no combinan, pensó. Después de unos minutos, abrió los ojos. Felizmente, seguía viendo.

Fue a casa y su madre, doña Gregoria, le lavó el ojo herido usando paños mojados con orina. «Yo me hacía la pila en un envase y eso ella me echaba al ojo», dice Solier. Mamá repitió la operación todas las mañanas por quince días. La herida bajó pero quedó un punto.

Una década más tarde, algunos sicarios del Fotoshop se han esforzado en borrar la mancha ocular de las fotos promocionales, afiches, portadas de periódicos y otras piezas en las que ella aparece como protagonista mayor. La operación es un éxito gráfico pero una traición conceptual: la Magaly Solier que queda es excesivamente dulce.

En eso pienso al entrar en la casa de los Solier, al cabo de once horas de viaje en autobús. Hemos llegado, además, con su hermana Bertha y los dos hijos de ésta. En el patio, hay un collage enmarcado con algunas de las más importantes fotos de Magaly Solier que ha publicado la prensa (en varias de ellas, el punto ha desaparecido). Al lado, hay un afiche de la película La teta asustada. La señora Gregoria y el señor Gregorio saludan a sus hijas.

Tomamos un desayuno suculento. Mañana –comentan– habrá pachamanca. Magaly Solier se ocupará de los cuyes.

***

Quedaban muchos años por convivir con el miedo en Huanta. Doña Gregoria Romero cargó en su espalda la leña y en su pecho a Magaly Solier. La colocaba allí para que pudiera lactar con facilidad. Romero avanzaba por el borde de la carretera con su hermano menor, además de trece vacas y cuatro burros. De pronto, uno de los burros desapareció. Ya era de noche. El burro llevaba herramientas valiosas, así que el hermano menor fue a buscarlo. Dobló una curva hacia arriba. Desapareció un instante. Minutos más tarde, el burro regresó solo pero el hermano seguía sin asomarse. Cuando llegó, estaba pálido y le dijo a Gregoria:

–Vienen.

Caminaron. La señora Romero vio asomarse por el camino un bulto negro que no se distinguía en medio de la noche. Cuando se acercó más, había dos cuerpos, un hombre y una mujer degollados. Magaly Solier rompió a llorar. Romero no pudo calmarla. Los animales se alborotaron. Vio a lo lejos el humo que salía de un vehículo en llamas. Eran ellos.

Le dijo a su hermano que corrieran y corrieron. Corrió con sus trece vacas, sus cuatro burros, su leña, su hija menor en el pecho. Corrió con todas sus fuerzas porque sabía que, dados los acontecimientos, desde abajo del camino ya se encontrarían los militares para hacerse cargo de la situación. Su hermano menor se cansó y ella le gritó que siguiera, que no parase. «Ahurita vienen los militares y nos llevan. Se llevan nuestras vacas», dijo.

La caravana de trece vacas avanzó velozmente –las vacas, esos tanques que dan leche, pueden correr más rápido que un atleta profesional, dice Solier– y, al cabo de media hora, doblaron por la bajada que llevaba a casa. Justo en ese instante, vieron a los uniformados subir por la carretera hacia el enfrentamiento inevitable. Suspiraron.

Cuando doña Gregoria Romero cuenta todo esto, en pleno desayuno, se toma su camiseta con los dedos y se cubre hasta encima de la nariz, para hacer un esbozo teatral de cómo lucía un terrorista. Siempre escuché que los pueblos de la sierra vivían entre dos fuegos, pero sólo imaginar la huída magna me sobrecoge. Romero hace énfasis moviendo las manos de arriba abajo, con las palmas vueltas hacia sí misma. Dice que si los militares te agarraban, «te hacían perder» y se ríe cuando le preguntó qué quiere decir «hacer perder». Sobre los terroristas –sin dejar de mover las manos–, advierte:

–Te cortaban el cuello como si fueras animal.

***

–Queda uno. ¿Quieres matarle?

Magaly Solier tiene el cuchillo en la mano (el sol de Huanta se refleja en la hoja afilada). Su voz dulce y cálida, pero también rotunda y decidida. Está sentada en un banco chato, casi de cuclillas. Hasta hace media hora, en la bolsa negra que descansa a su lado, había cinco cuyes, pero éstos fueron pasando uno a uno por el proceso aniquilador que la actriz me invita a compartir con ella en este preciso instante. Hace sol, es domingo y habrá pachamanca. Magaly Solier sostiene el último cuy con las manos, la cabeza con la derecha y los pies con la izquierda. Según me acaba de mostrar, para matar un cuy debes estirarlo bocabajo a ambos extremos y, al mismo tiempo, torcerle el pescuezo como si exprimieras algo (un calzoncillo, digamos). Parece fácil, pero el cuy se mueve y mira a todas partes. Hace un rato vi caminando a un montón de cuyes en uno los pabellones que hay en el patio de la casa: sus gemidos insistentes, como bisagras mal aceitadas. Doña Gregoria Romero dijo que en casa poseen como un centenar, que los venden, que a veces se apachurran tanto unos con otros que alguno puede morir asfixiado. Esta mañana, cinco cuyes gordos y saludables fueron puestos en un saco negro. Creo que uno de ellos me miró antes de entrar.

–¿Vas a matarle?

Cometí la imprudencia de decirle a Magaly Solier que me dejara matar un cuy, para probar qué tal se sentía. Ahora es el momento de la verdad. Magaly me cede su sitio, coge el roedor y me muestra la forma en que cada mano sostiene las extremidades. Lo hago. «No, así no, que no se te escapen las patitas», dice y en efecto, veo a las patitas moviéndose. Hago lo que me dice (las patas inmóviles, con garras que recuerdan a las de un reptil). Lo tomo de los extremos y el animal parece un trapecista en su instante más elástico. A medio metro de donde estamos, descansa una olla con agua hirviendo. La leña está encendida.

–¡Ya! Estírale.

–¿Cómo?

–Como me has visto, pues. Con fuerza.

Magaly Solier toma mis manos y las impulsa inexorablemente hacia el homicidio culposo. Cierro los ojos y hago fuerza y siento que todo el cuerpo del animal truena. Cuando miro de nuevo, ella coge al cadáver y me dice: «Esto lo tengo que hacer yo, permiso». La actriz que hace poco caminó en Cannes parpadeando por culpa de los flashes toma el cuchillo y pasa su filuda hoja por el cuello del cuy. Un chorro rojísimo baña el blanco pelaje del animal. Si esta operación no se hace bien, me explica mientras el líquido sigue manando, la sangre se queda adentro y es todo un problema a la hora de abrirlo en dos. Ahora me dice que coja el cuy de las patas traseras y lo meta en el agua hirviendo. Pero mi mente todavía está en el tronar de huesos –la fragilidad de la existencia y esas cosas– así que quedo paralizado. Solier se desespera. «Al toque», me dice, pero no reacciono. Entonces me pide que salga y no estorbe y continúa la operación ella. Mete al cuy en el agua y aprieta los dientes porque el vapor quema sus dedos. Luego lo pela con el cuchillo, una y otra vez, y lo tira en una batea.

(Sin su ropaje, el cuy es un animal muy rosado).

***

Bertha Solier es ocho años mayor que Magaly y por eso recuerda más cosas. Como cuando un tipo con un poncho y un fusil largo llegó a casa y preguntó: «¿Dónde está tu papá?». Gregorio Solier era Teniente del Comité de Riego, esa clase de organizaciones que Sendero Luminoso se propuso aniquilar de la faz de la serranía. Bertha dijo «no sé» y se metió y avisó a todos. Su padre huyó por detrás. Bertha cuenta todo eso mientras está parada en la puerta de su casa. Luego señala el cerro y muestra la parcela en la que tuvieron que vivir cuando el Ejército así lo decidió. De seis de la tarde a ocho de la mañana, nadie en todo el pueblo podía permanecer en su casa. Tenían que ir todos juntos allá arriba. Pasaban lista.

A quien no iba, lo agarraban a palazos.

Bertha Solier dice que dormían todos en un único cuarto. Magaly estaba muy chica y por eso solo recuerda, de esos días, el televisor encendido y un programa de un conductor que ofrecía dinero a quien entre le público del set tuviera rarezas imposibles. El conductor se llamaba Augusto Ferrando, una de las figuras legendarias de la televisión peruana.

El televisor encendido, en distintos momentos, contiene los únicos recuerdos audiovisuales de la niñez de la actriz. En toda Huanta no hay una sola sala de cine.

Fue la directora Claudia Llosa quien la llevó por primera vez al cine, cuando tenía diecisiete años. La historia de cómo se conocieron ambas se ha contado mil veces: Magaly Solier estaba vendiendo un plato típico llamado puka picante –guiso de maní con papas– cuando la directora la vio por primera vez, en un parque de Huanta. Pero la leyenda tiene matices: ni Magaly Solier era una vendedora ambulante (solo quería reunir dinero para el viaje de promoción del buen colegio de señoritas al que iba) ni Claudia Llosa se la llevó de inmediato para hacerla una estrella. El casting para Madeinusa, la película que cambió la vida de Solier, fue largo. Hubo quinientas niñas.

–Me impresionó su energía. Con solo mirar a la cámara te conmueve. Los grandes actores tienen eso –dice Claudia Llosa desde España.

A ella le sigue sorprendiendo que Solier consiga lo que consigue con tan poca preparación, con tan pocas tablas. La actriz recuerda aún el primer casting que le hizo la asistenta de Llosa. «No tienes miedo a la cámara», le dijo sorprendida. Solier le respondió:

–¿Acaso la cámara muerde?

***

Ahora es momento de abrir los cuyes por la mitad para sacarles las vísceras y dejarlos limpios. «Sostenlo de la manito», me pide Magaly Solier, mientras abre la piel por el pecho, hasta abajo (como una camisa). El cuy está en posición de Cristo crucificado. Las tripas salen y son colocadas en una batea. Apestan. Luego, la sonrisa del cuy es agrandada con el cuchillo (como el Guasón de la película Batman: el caballero de la noche). Magaly le limpia la boca y, por último, le corta el pene. Acá va un dato importante: todos los cuyes elegidos para el sacrificio deben ser machos.

La castración es un tema que ha inundado el día desde temprano. En el desayuno, doña Gregoria Romero contó que decidió capar a su perro pitbull por travieso: destruyó unos injertos que ella había comprado en una provincia vecina. Ahora el fotógrafo, un hombre asimilado a los ejércitos ecológicos (no carne, no enchufes, botellas de plástico aisladas), dice que verla cortándole la cosa al cuy le da cosa, le hace recordar a Lorena Bobbit, la mujer que en 1993 le cortó el pene a su esposo. Le hago a Solier un resumen del caso Bobbit. Ella escucha con atención (ceño fruncido) y pregunta:

–¿Pero él le pegaba?

–Sí, tengo entendido que le pegaba, mucho.

–Entonces, bien hecho, por pegalón. Así se queda sin su cosa.

–Mmm, me temo que se la pusieron de nuevo, Magaly.

–¿Qué?

–El pene, se lo pusieron de nuevo. Lo buscaron y lo encontraron cerca de la casa. La mujer lo tiró al jardín por la ventana, pero no muy lejos. Lo operaron.

–Qué estúpida. Yo que ella lo hubiera pasado por el water.

Los cinco cuyes descansan en el lavatorio, mojados al sol con las bocas abiertas de par en par. Para Solier, son la cosa más inofensiva del mundo: han sido destripados y ya no tienen pene.

***

Más de una vez, Magaly Solier ha sido acusada de odiar a los hombres. «Me parece una andrófoba lista para el psiquiatra», escribió el director de un tabloide de derecha en su muy leída columna editorial. Las palabras son exageradas y ofensivas, pero hay algo de cierto en el asunto. En los conciertos nocturnos que dio durante dos meses en Miraflores, siempre pedía al público dos cosas: un aplauso para las mujeres y un aplauso para los hombres que saben valorar a las mujeres. En el universo interior de Magaly Solier, el hombre siempre está bajo sospecha. Es un ser proclive a los vicios, a la ociosidad, al abuso físico, al alcoholismo destemplado. Un mañoso en potencia, que simula ser un tipo decente mientras mira jovencitas por el rabillo del ojo. Ella dice que creció viendo hombres que golpeaban a sus mujeres y abusaban de sus hijas. Lo veía todos los días. La violencia era el destino inexorable de aquello que comenzaba como un sonso coqueteo, un coqueteo que consistía en tirar piedritas desde lejos. Solier nunca confió en ellos.

Es más. Siempre quiso defenderse.

A los catorce años, entró a clases de kung fu con un profesor que había llegado a la ciudad. Ya había aprendido artes marciales gracias a un amigo que ensayaba técnicas muy cerca de donde ella lavaba ropa, en la pubertad, a pocos minutos de la chacra de su familia. Para practicar en casa, cortó un pantalón jean y confeccionó un saco de arena (su madre casi la mata). Lo colgó del árbol de la chirimoya y se puso a golpear. Aprovechaba cualquier rato de descanso para ensayar golpes. No se cansaba hasta hacer huecos en el jean.

El kung fu dio resultados sorprendentes. Magaly aprendió ciertas llaves necesarias para defender ese templo sagrado que era su cuerpo. Hasta ahora le sirve, confiesa. La primera vez que fui a visitarla a su casa en Lima, ella me hizo una pequeña demostración de sus técnicas, sus perfectos golpes al aire, sus codazos paralizantes, sus patadas milimétricas que silban cortando el viento. «Alguien que se para así –dijo con la pierna izquierda firme, haciendo de apoyo y la derecha levemente flexionada– es alguien que sabe pelear. Hay que tenerle cuidado». «El hombre tiene puntos débiles. Acá [se señaló el cuello] en la tráquea, el estómago y en la parte íntima, el pene. Allí lo golpeas y queda». «También lesionar el coxis funciona. Algunos hombres tienen mucho músculo en los abdominales y en esos casos un golpe al estómago no sirve».

–He pegado de todas las formas. Lo único que jamás he hecho es jalar del cabello. Yo no peleo así.

Echemos pues un vistazo al prontuario de Magaly Solier (foto de frente y de perfil). Aún adolescente, un profesor de su colegio quiso acercarse más de lo debido en una fiesta con exceso de cervezas. Ella le dio una cachetada. El profesor la acorraló y le pidió que le diera otra más. Ella lo hizo. El pidió otra más y Solier le dio una rodillazo entre las piernas. Fue suficiente. Más grande, cuando grababa Madeinusa en la ciudad de Huaraz, un chico le tocó el trasero a la actriz mientras se cambiaba de pantalón. Fue un error grave. Solier sintió la dirección de la mano por el viento (su oído es un radar ultrasónico modelo 2045) y adivinó exactamente el lugar por donde el infeliz quería escaparse. Le agarró el brazo. Si Magaly Solier te agarra el brazo cuando intentas agredirla, ya no hay escapatoria. Lo que vendrá será feo.

Durante su estadía en Huanta, Solier se encontrará con su sobrina, la hija de su hermano mayor. Conversarán sobre los estudios. La niña le mostrará su libreta y Solier verá que en la portada aparece ella misma, en tiempos de colegiala, junto al escudo de la escuela, una foto de Magaly Solier en plan de ejemplo-a-seguir. Solier reirá. Luego preguntará por los profesores que siguen allí y verá que aún dicta clases el hombre al que ella le dio su merecido. Le contará con lujo de detalles la calaña de tipo que él es a su sobrina, una adolescente bonita. Hará una reconstrucción de los golpes que ella le dio. Le advertirá que se cuide de ese mañoso.

En una ocasión, recuerda Solier, a un adolescente se le ocurrió tumbarla al piso para besarla. La había venido molestando mucho y ese día decidió dar el «paso siguiente». Solier lo cuenta así: «le agarré su pene y cerré la mano, con toda mi fuerza». También entonces recurrió a las artes marciales. Tocar a un hombre no es algo que deba hacerse sin técnica. Solier hace la mímica en el aire, como si reventara algo con los dedos. El fotógrafo ecologista y yo guardamos unánime silencio. Nos alejamos un poco.

Como consecuencia de esta vida callejera street fighter, Magaly tiene pequeñas cicatrices en algunos de sus nudillos (brillan a la luz del sol en su epidermis). También tiene marcas en la testa, justo en el límite entre la frente y el cuero cabelludo, porque durante mucho tiempo su primera estrategia de defensa era dar cabezazos demoledores. La única de sus cicatrices que ella no provocó atacando a alguien, es la marca que tiene justo debajo de la rodilla. Fue un perro malo.

Ella se pone un poco más seria, dice que no es su culpa: es sólo la reacción de su cuerpo. Cuando empezó sus clases de canto en Lima, su profesor cometió la imprudencia de colocarle la mano en el hombro, cerca del cuello. Solier, sin mirar, cogió la mano y torció los dedos (técnica para paralizar). El profesor nunca volvió a hablarle a más de dos metros de distancia. Peor suerte tuvo una amiga suya con la que quedó para encontrarse cuando llevaba poco tiempo viviendo en Lima. En buena parte del mundo urbano, existe la costumbre adolescente de tapar los ojos con las manos, para que el sorprendido adivine de quién se trata. La amiga de Solier hizo eso. La actriz la tomó de los brazos, flexionó las rodillas («una pierna atrás y una adelante, para dar soporte») y la tiró al piso. La amiga terminó fracturada. Lloró.

Nada de esto es acción pura con la que adornar las viñetas de un cómic, por supuesto. Hay siempre dolor en cada hinchazón de los músculos del cuello, en cada codazo, en cada ataque, en la precisa consciencia de que el radio es el hueso más destructivo de las extremidades superiores. «No sé, es que me transformo», dice Magaly Solier como cierto hombre verde. Por momentos, es como si ella no quisiera saber todo eso, tener esas armas, ese don. Darle su merecido a un tipejo que le falta el respeto significa hacer justicia (y, eventualmente, que una muchedumbre de mujeres la aplaudan). Pero también le da dolor de cabeza. Y ahora que las cámaras la acechan, ha aprendido a contenerse

Cuando volvió a Huanta después del estreno de Madeinusa (una película que le permitió conocer Europa y dormir en hoteles finos en los que alguna vez vio desayunando a un tal Ronaldiño), tomó un mototaxi y reconoció al chofer: era el hombre que años atrás la tumbó para tratar de besarla. El chico de los huevos revueltos. Mientras avanzaban, Solier se dio cuenta de que él también la había reconocido y que por eso evitaba mirarla. Así, sin verla, extendió la mano para pedirle el pasaje cuando llegaron a destino. El pasaje costaba un sol.

Solier sonrió y le dejó una moneda de diez centavos. El chico no se atrevió a voltear.

***

Doña Gregoria Romero, a quien Solier llama Licucha, aparece por la puerta del patio y examina los cuyes muertos, capados y sonrientes. Levanta uno del pescuezo. Se ríe, es una risa vivaz y burlona. Mira a su hija.

–¿Quién lo ha pelao así a este?

Solier le responde que ha sido ella. Intercambian palabras en quechua (como no comprendo, visto la escena con el ruido de la leña quemándose). Doña Licucha se sigue matando de risa, y coloca el cuy más arriba para que todos veamos, nítidos contra el cielo azul de Huanta, los bigotes largos del cuy. La señora Romero se los quita y mira a su niña con cierta complacencia. Solier siempre fue la chica que prefirió el trabajo duro a en la chacra al paciente trabajo de la cocina. La niña que una vez, le dijo: «cómo no nací hombre, para pasar todo el día en la chacra». La chiquilla revoltosa a la que le escondía las tijeras para que no se cortara el pelo lacio (Magaly rompía botellas de vidrio y se cortaba las mechas con eso). Cuando le dije que su hija me había cocinado en Lima una deliciosa puka picante, no creyó que le hubiera salido bien. Se carcajeó de nuevo, mientras le arrancaba los bigotes al cuy.

Hoy la relación madre hija es armoniosa: Magaly Solier le da palmadas en el trasero a su mamá y se mata de risa. También chacchan coca juntas y trabajan la tierra como un equipo eficiente. Ven pasar la tarde conversando. Pero en otros tiempos Gregoria Romero fue una madre excesivamente estricta: le echaba un baldazo de agua fría cuando su hija se portaba mal, o la esperaba con el garrote de la vaca cuando la niña se quedaba en el colegio hasta muy tarde, en sus clases de danza.

–Magalycha. ¡Dónde has estado, ah! Danza, danza ¿Danza te va a dar de comer? ¡Veste!

El celular suena. Magaly contesta y sale corriendo. Un conocido director la está llamando desde España. Quiere saber cómo le va con el guión.

***

Magaly Solier es una mujer exitosa a punto de alzar el vuelo mayor. Pero también es una serrana que vive en una sociedad que discrimina a quienes tienen fresco, en la piel y la voz, el estigma de la vida en los Andes. Marginados durante centurias por la metrópoli que fundó por la fuerza la colonia española, los habitantes de distintos pueblos de la sierra tuvieron que aprender a adaptarse a Lima recién en el siglo XX. Generalmente, los que llegaban hacían el sacrificio inicial: perder sus costumbres y vestidos y parte de su relación con la tierra para hacer vida en la ciudad. Recién la segunda generación podía aspirar al progreso siendo un habitante local, un limeño: chicos y chicas que se vestían ya como seres urbanos y estudiaban en los colegios, en las universidades metropolitanas. El primer requisito para este periplo era perder el idioma de origen, el quechua.

Se llama «sustitución lingüística». A pesar de que en Lima hay más de un millón de quechua hablantes, los estudios presumen que la descendencia no aprenderá ese idioma porque los padres no les enseñarán. ¿Para qué hacerlo? El quechua deja un rastro gramatical muy particular, que en la ciudad se llama «mote». El orden en las oraciones es distinto. Suena chistoso.

–Cuando yo fui a Lima –dice Solier–, vi Star Wars y me di cuenta que yo hablaba como Yoda.

En Miraflores y Barranco, los barrios económicamente más importantes de Lima, el quechua llega a un sorprendente siete por ciento. Parece una incidencia importante, pero la estadística es cruel y engañosa. Ese porcentaje se debe a la altísima cantidad de empleadas domésticas que allí trabajan, cama adentro, para las familias acomodadas. El quechua es eso, el idioma de la servidumbre. Tener apariencia andina y hablar quechua en la gran metrópoli es una redundancia fatal nada recomendable. El lingüista Rodolfo Cerrón Palomino lo dice más bonito: «El quechua es una rémora».

Cuando Magaly Solier llegó por primera vez a Lima a vivir con su tía limeña, a los diez años, sus primas la hicieron trabajar de empleada. «Querían que les lave sus calzones», dice. Huyó corriendo. Después de Madeinusa, Solier se instaló nuevamente en la capital y postuló a la universidad Católica –la institución educativa privada más importante del país– para estudiar artes escénicas. El día del examen, llegó temprano. Llevaba puesta una sudadera y tenía un lápiz en el bolsillo. En eso, una de las chicas que también postulaba la vio y le preguntó: «¿Ya podemos pasar?». Solier, que entonces tenía menos de veinte años, respondió. «No sé, yo también voy a dar el examen». Acababan de confundirla con el personal de limpieza.

–Las brutas no ingresaron –se ríe Magaly ahora. Ella sí logró ingresar, a pesar de nunca haber sido muy buena en matemáticas, según su profesora de secundaria Andrea Dávila.

En Lima, y en parte de Sudamérica, hay una palabra que define al hombre de ciudad con rasgos indígenas. El término es cholo. Los límites de la choledad –dónde comienza y dónde termina– podrían dar para varios tomos sociológicos, pero lo cierto es que la palabra suele ser usada como un proyectil racista y artero. Se dice que estamos en el siglo XXI y que eso ya no existe, que por suerte hay mucha mezcla y mestizaje. Sin embargo, hay que ver las cosas que le dicen a Magaly Solier. «Chola de mierda, si sigues jodiendo te vamos a matar», le escribieron en su página web en marzo del 2009. Es sólo una muestra.

El ascenso de Solier es mítico, entre otros motivos, porque es la excepción de una regla ineludible: la sierra quechua hablante no progresa sin pagar antes el altísimo peaje de la pérdida de identidad. La cantante se aferra a su idioma con uñas y dientes. De hecho, su disco Warmi está cantado en quechua a un ochenta por ciento. La suya es una especia de cruzada, de lucha. Los tres hermanos suyos que viven en Lima hablan el idioma cada vez menos. Cuando conversan, se nota que ella los fuerza a hablar en la lengua de mamá.

–En el colegio, mis amigas se hacían las que no sabían quechua. Entendían, pero no querían hablarlo.

***

Magaly Solier sonríe con el teléfono en la oreja, como una adolescente ilusionada. El director le ha confiado quién será su compañero en el papel protagónico de la película que en breve rodará en Europa. Es un actor que ha salido en producciones de Hollywood. Un famoso. Solier está feliz, no puede evitarlo. Está sentada en la entrada de su casa. Su pelo está suelto, es lacio, largo y hermoso. No soy el primero en notarlo: una corporación transnacional le ha ofrecido una atractiva suma para salir en un comercial de champús.

Pero el entusiasmo se pasa rápido en ella. Porque así, rápido, vienen las dudas.

Solier sabe que su imagen va en ascenso y que pronto tendrá que vivir el destino inexorable de la diva: todo el mundo querrá un pedazo suyo. Y a veces, no sabe cómo manejar la situación. La desconfianza la abruma. Discute largamente sin saber qué está bien y qué está mal, dejando únicamente al olfato la respuesta de quién se aprovecha de ella y quién quiere ayudarla. Solier tiene mucha fuerza, una rabia acumulada capaz de mover cerros, pero no siempre sabe donde está el enemigo. Entonces discute y vocifera y quiere que la respeten y que «nadie se aproveche de mí». Pero toda la fuerza de sus músculos no puede hacerle cosquillas a un mundo que siempre ha sido injusto, por naturaleza. Su abuela frunció el ceño y vinieron a matarla. Su madre alzó la voz y tuvo que irse corriendo a vivir con miedo (las culebras de día y el recuerdo de Sendero, de noche). ¿Adónde la llevará el coraje a ella? Y entonces Solier se apaga y tiene miedo y se siente sola y sube al techo para mirar el cielo nocturno de Huanta: la nítida constelación de Escorpio con su cola hecha de blanquísimas estrellas. Alguien llamó a todo eso vía láctea. Será la leche del dolor.

Quizá hay algo incompatible en todo esto y ella lo nota. Segar maíz en la chacra y volar a los escenarios del mundo. Degollar cuyes y grabar un nuevo disco en Europa. La hoz de metal y el oso de oro. Bertha, su hermana, le ha dicho a mamá Gregoria que venda la chacra y vaya a vivir a Lima. Magaly Solier se niega rabiosamente. Se aferra a la tierra con vehemencia. Luego de la pachamanca –los cuyes ya están cocinándose–, pasará dos semanas trabajando en la chacra, sudando y tensando los músculos. Su madre le ha dicho que una actriz no debería malograrse las manos. A ella le importa un pepino. En unos días, le comprará a doña Gregoria un cerdo y una vaca nueva. La vaca le costará cuatrocientos dólares.

A veces pienso que para Magaly todo esto es una especie de retorno imposible. Un psicoanálisis vivencial.

–Magalycha. ¡Dónde has estado! Veste…

Ahora Magaly se mira al espejo de cuerpo entero mientras se maquilla cuidadosamente. Lleva puesta una falda larga que, abierta, tiene un diámetro de tres metros, una blusa de manga murciélago y una faja huantina bordada a mano. Afuera, miles de personas esperan por ella. Quieren oír su voz. Los músicos ya están en el escenario. Magaly sale del backstage calmadamente y sube las escaleras. Antes de seguir, le dice a su manager que siente nervios. «El día que dejes de sentirlos, mejor deja de cantar», le responde él. Entonces Magaly Solier termina de subir las gradas. Los aplausos truenan. Desde abajo, las fuertes luces de los reflectores hacen que la perdamos de vista.